“Nadie viene al Padre sino por mí” (Jn. 14, 6)

 

 

Existe en el Evangelio de Juan 14, 6 una enseñanza de Jesús que debe ser totalmente aclarada; de lo contrario, los argumentos hasta ahora expuestos pueden quedar ensombrecidos y cuestionados. Se trata de la afirmación “Nadie viene al Padre sino por mí”, que contribuyó en gran medida al desarrollo de una teología negativa con respecto a los judíos. En efecto, al no confesar estos la fe en Jesús –tal como lo explicita, en primera instancia, el apóstol Pablo en Ro. 10, 9 y que luego se articula con el Credo de la Iglesia– comienzan a desarrollarse en su contra acusaciones de infidelidad hacia el Mesías y de ser rechazados por la divinidad. Esta situación termina por convertirse en la doctrina del desprecio y, más grave aún, en la doctrina del reemplazo del pueblo elegido de D”s; en consecuencia, la Iglesia pasa a autoadjudicarse la exclusividad como el Verus Israel.[1]

La interpretación más generalizada acerca de la enseñanza de Jesús en el Evangelio de Juan (14, 6) enfrenta a los judíos con dos opciones:

  1. Conseguir la salvación transitando por el “camino de la verdad y la vida” y entrando a la casa del Padre por la “puerta de las ovejas”, es decir, a través de Jesús.
  2. Lograr su propia perdición.

En este trabajo se parte de los siguientes interrogantes: ¿Es correcto este dilema? ¿Las SE estarían de acuerdo con este planteo? ¿Acaso es posible leer estas alternativas como la consecuencia de una hermenéutica que debería ser reevaluada y reemplazada por otra más coherente? El interés aquí consiste en plantear una tesis diferente de la comúnmente aceptada.

 

Alcances de la misión mesiánica de Jesús

 

La versión completa del texto objeto de análisis señala:

 

Jesús le dijo [a Tomás]: yo soy el camino y la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí. (Jn. 14,6) [La negrita es del autor].

 

Según esta afirmación, nadie queda exceptuado de “ir al Padre” o, más exactamente, a la “casa del Padre” (Jn. 14, 2-4) a través de Jesús, o sea, por medio de una confesión y de un acto de fe (Ro. 10, 9). Si se considera, además, que Jesús se autodefine como “la puerta de las ovejas” (Jn 10, 7-9), se obtiene un cuadro hermético en el cual no cabría posibilidad de salvación para nadie salvo por la fe en el sacrificio redentor de Jesús de Nazaret. Atendiendo a esto, los judíos no están eximidos entonces de seguir este camino para obtener su salvación, y su perseverancia en el cumplimiento de la Ley mosaica no sería condición suficiente para lograrla.

En principio, estas declaraciones (logia) entran en contradicción con los extensos análisis que se han llevado a cabo y que demuestran que la misión mesiánica de Jesús alcanza a la humanidad entera, excepto al pueblo judío. Pero ya se ha mostrado que, cuando Jesús declara que es enviado únicamente “a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt. 15, 24), no se refiere a quienes conforman la casa de Judá, sino a las “diez tribus perdidas” o casa de Israel.

¿Cómo se resuelve esta aparente contradicción? Ciertamente, desde la aparición de Jesús, nadie viene al Padre sino por intermediación suya (Ef. 2, 11-13 y 17-19). No obstante, aquellos que siempre estuvieron con el Padre, por definición, no pueden ir a Él. Por este motivo, no necesitan ingresar por ninguna puerta ni requieren la intermediación de Jesús. En otras palabras, Jesús, aun cuando sea “camino”, “pastor” y “puerta”, no puede transformarse en el redentor de aquellos que no requieren de su intermediación.

De aquí en adelante, sólo queda demostrar que, según el NT, aquellos que están siempre con el Padre son los judíos de todos los tiempos, o sea, la casa de Judá. Se comenzará con la denominada “Parábola de las parábolas”[2], es decir, la Parábola del hijo pródigo (Lc. 15, 11-32). Narra el texto que el hijo menor (el hijo pródigo) reclama a su padre la parte de los bienes que le corresponden.

 

No muchos días después, juntándolo todo, el hijo menor se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. (Lc. 15, 12-13).

 

Por su parte, el hermano mayor nunca abandonó la casa de su Padre ni los bienes de este.

 

Él [el Padre] le dijo [al hijo mayor]: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas. (Lc. 15, 31).

 

Se sostiene que el hijo mayor representa a la casa de Judá y se puede señalar que así lo confirma el NT al enumerar los bienes que le corresponden y que nunca fueron perdidos:

 

Porque deseara yo mismo [Pablo] ser anatema, separado de Cristo, por amor a mis hermanos, los que son mis parientes según la carne; que son israelitas, de los cuales son la adopción, la gloria, los pactos, la promulgación de la ley, el culto y las promesas, de quienes son los patriarcas, y de los cuales, según la carne, vino Cristo […] (Ro. 9, 3-5).

 

También la tradición cristiana confirma la identidad del hijo mayor con los judíos, por ejemplo:

 

La segunda parte de la parábola (vv. 25-32) nos presenta la reacción del hijo que ha permanecido en casa cuando ve la manera de conducirse de su padre. Según la opinión común, este hijo “fiel” representa a los fariseos […].[3]

 

Los judíos, en general, están representados por la imagen de “los fariseos”, pero, en realidad, todo el judaísmo de los últimos mil novecientos años es descendiente del fariseísmo.

En el documento de la Pontificia Comisión Bíblica, puede leerse lo siguiente:

 

En la parábola del padre misericordioso (Lc. 15, 11-32), que invita al hijo primogénito a abrir su corazón al pródigo, no sugiere directamente la aplicación, que a veces se ha hecho, a las relaciones entre judíos y gentiles (el hijo mayor representaría a los judíos observantes, poco inclinados a acoger a los paganos, considerados como pecadores). Sin embargo se puede pensar que el contexto más amplio de la obra de Lucas hace posible esta aplicación, dada su insistencia en el universalismo.[4]

 

Por su parte, en uno de sus trabajos, el doctor en teología Eleuterio Elorduy escribe:

 

Ireneo […] utiliza las parábolas para demostrar contra Marción y los valentinianos que el Dios del Antiguo Testamento es el mismo Dios del Nuevo Testamento, a pesar de la diferencia de trato concedido a los dos hermanos: al mayor, que representa el Antiguo Testamento en los israelitas, y al menor, en el cual están representados los creyentes que vienen del paganismo, a los cuales se les perdona todo si vuelven a la casa paterna, donde se celebra siempre con júbilo la unidad de la fiesta eucarística con el ternero cebado.[5]

 

Si bien, según Ireneo, el hermano mayor representa al AT en los israelitas (en los judíos o casa de Judá), son estos quienes están siempre con el Padre, es decir, con D”s; sin embargo, los paganos gentiles no pueden representar nunca al hijo menor, puesto que ellos jamás fueron considerados hijos de D”s. Además, los gentiles nunca pudieron haberse ido de la casa del Padre, porque nunca estuvieron en ella. Si los gentiles hubiesen cumplido con los mandamientos noémicos, habrían entrado en la casa del Padre durante la época en que estos mandamientos estuvieron con plena vigencia.

Sólo el pueblo de Israel es llamado por D”s hijo primogénito (Ex. 4, 22 y Dt. 14, 1-2). Por consiguiente, el hijo menor sólo puede referirse a aquella parte de Israel que se perdió entre los gentiles, o sea, a la casa de Israel.

El AT es también explícito en lo que se refiere al abandono –o mejor dicho, expulsión– de la casa de Israel de la “casa del Padre”, pero no se efectúa ninguna referencia a la expulsión de la casa de Judá, debido a que esta permanece con Él definitivamente:

 

¿Has visto lo que ha hecho la rebelde Israel? Ella se va sobre todo monte alto y debajo de todo árbol frondoso, y allí fornica. Y dije: después de hacer todo esto, se volverá a mí; pero no se volvió, y lo vio su hermana, la rebelde Judá. Ella vio que por haber fornicado la rebelde Israel, yo la había despedido y dado carta de repudio […] (Jer. 3, 6-8).

 

El tema excede los límites de este análisis, de modo que este trabajo se limitará a afirmar que la casa de Israel fue la única expulsada y la que recibió carta de repudio.

Atendiendo a estas declaraciones del profeta Jeremías, puede entenderse con mayor claridad la misión de “buscar a las ovejas perdidas de la casa de Israel” que asumen Jesús y sus apóstoles, confirmada en este mismo capítulo de Jeremías (Jer. 3, 12-18), en relación con el papel que desempeña Judá:

 

En aquellos tiempos irán de la casa de Judá a la casa de Israel, y vendrán juntamente de la tierra del norte, a la tierra que hice heredar a vuestros padres (Jer. 3, 18).

 

Se ha señalado ya, por otra parte, que Jesús mismo indicó:

 

La salvación viene de los judíos (Jn. 4, 22).

 

También en la profecía de Ezequiel se encuentran otros datos que refuerzan la hipótesis que se viene sosteniendo y la interpretación de esta parábola:

 

Así ha dicho el Señor: He aquí, yo tomo el palo de José que está en la mano de Efraín, y las tribus de Israel sus compañeros, y los pondré con el palo de Judá, y los haré un solo palo, y serán uno en mi mano. (Ez. 37, 19)

 

Préstese atención a que el Señor toma de manos de Efraín (el líder de la casa de Israel) el palo de José. En cambio, no toma de ningún lado el palo de Judá, puesto que siempre lo tuvo en su mano. Sólo cuando se junten el palo que no estaba con Él y el que sí, ambos serán uno en su mano.

En definitiva, al analizar la afirmación “Nadie viene al Padre sino por mí” debe exceptuarse de esa advertencia a la casa de Judá, debido a que los judíos, considerados el hermano mayor, se encuentran permanentemente con el Padre.

Desde otro punto de vista, en torno de la problemática planteada en este trabajo, el papa Juan Pablo II, a pesar de su actitud ambivalente con respecto al Estado de Israel, aun después del establecimiento de las relaciones diplomáticas con la Santa Sede,[6] no ha dejado de expresarse con claridad respecto del estatus de hermano mayor de los judíos en relación con la Iglesia y no puede encontrarse connotación negativa alguna con respecto al judaísmo:

 

Durante aquella visita memorable [a la Sinagoga de Roma, el 13 de abril de 1886] definí a los judíos como hermanos mayores en la fe. Son palabras que resumen en realidad todo cuanto dijo el Concilio [Vaticano II] y que no puede dejar de ser una profunda convicción de la Iglesia […] Este extraordinario pueblo continúa llevando dentro de sí mismo las señales de la elección divina […] De este modo, se acercan entre sí estas dos grandes partes de la divina elección: la Antigua y la Nueva Alianza.[7]

 

Es posible advertir que esta declaración papal define un nivel de igualdad entre las “grandes partes de la divina elección: la Antigua y la Nueva Alianza”. No obstante, ciertos documentos de la Iglesia Católica no sólo cuestionan este estatus sino que también colocan abiertamente al judaísmo en una situación de inferioridad (incluso de rebeldía) respecto de la Iglesia. Por ejemplo, en el documento de la Pontificia Comisión Bíblica -ya citado- se puede leer:

 

La negativa a aceptar la fe en Cristo ha colocado al pueblo judío en una situación dramática de desobediencia, pero sigue siendo «amado» y Dios sigue prometiéndole su misericordia (cf. Ro. 11, 26-32).

 

Otro ejemplo puede encontrarse en uno de los trabajos[8] del teólogo José Antonio Sayés, que cita un texto de la Comisión Teológica Internacional:

 

El ámbito privilegiado de la acción del Espíritu es la Iglesia, cuerpo de Cristo. Pero todos los pueblos son llamados, de varios modos, a la unidad del pueblo de Dios que el Espíritu promueve.

 

El autor, al introducir esta cita, no deja de recalcar que la Iglesia es el pueblo de Dios y excluye, consciente o inconscientemente, al pueblo judío. Esta afirmación no considera ni la Parábola del Hijo Pródigo, que se ha estado analizando, ni la del “vino nuevo y los odres viejos” (Mc. 2, 22-23; Lc. 5, 37-39). Pero, principalmente, deja de lado la parábola del “buen olivo” (Ro. 11, 11-29), según la cual, por un lado, la Iglesia está constituida por las “ramas del olivo silvestre” y las “ramas desgajadas” (casa de Israel) del “buen olivo” y, por otro, el judaísmo constituye la “savia”, y los judíos (casa de Judá), las ramas que no fueron desgajadas y que siguen alimentándose de la savia del “buen olivo”, aunque ya no exclusivamente.

Se puede encontrar otra prueba de que la misión de Jesús excluye a los judíos en los siguientes pasajes:

 

Y los escribas y los fariseos murmuraban contra los discípulos, diciendo: ¿por qué coméis y bebéis con publicanos y pecadores? Respondiendo, Jesús les dijo: Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento. (Lc. 5, 30-32) [La negrita es del autor]

 

De este pasaje de Lucas se pueden extraer dos conclusiones:

  1. Si los pecadores y publicanos son judíos, entonces Jesús viene únicamente a llamarlos al arrepentimiento (teshuva) y no a la conversión a una nueva fe basada en un nuevo pacto o testamento.
  2. A los escribas y fariseos Jesús les otorga el estatus de “sanos” y de justos, que no tienen necesidad de él.

 

A la luz de lo arriba expuesto, el cristianismo en general debería reconsiderar su interpretación tradicional con respecto a esta enseñanza de Jesús y aceptar que, si bien nadie puede entrar a la casa del Padre sino por la intermediación de Jesús, los judíos no necesitan llegar al Padre, puesto que permanecieron constantemente -y siguen haciéndolo- con el Padre, y su salvación depende solamente del cumplimiento de la Ley.

 

[1]  Véase el capítulo “Verus Israel, un problema de identidad”.

[2]  Elorduy, Eleuterio. El pecado original. Madrid. B.A.C., 1977, pág. 413.

[3]  Benoit, P.; Boismard, M.E.; Malillos, J.L. Sinopsis de los Cuatro Evangelios (Adaptación española de J.L. Malillos). Bilbao, Editorial Española Desclee de Brouwer, Tomo II, 1977, pág. 277 (nota 232). Véase también: Sayés, José Antonio. Cristianismo y religiones. La salvación fuera de la Iglesia. Madrid. San Pablo, 2001, págs. 132-135.

[4]  Pontificia Comisión Bíblica. El pueblo judío y sus Escrituras Sagradas en la Biblia cristiana. Op. cit. Véase también: Ratzinger, Joseph – Benedicto XVI. Jesús de Nazaret. Booket. Buenos Aires, 2009, págs. 244-253.

[5]  Elorduy, Eleuterio, op. cit., pág. 418.

[6]  El establecimiento de relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y el Estado de Israel no ha significado, por parte de la primera, el reconocimiento teológico (y de jure) del derecho del pueblo judío a la Tierra de Israel (que es la tierra prometida a Israel en las Sagradas Escrituras). En el texto del Acuerdo Fundamental entre la Santa Sede e Israel (30 de diciembre de 1993), no existe la menor insinuación del reconocimiento arriba mencionado. Véanse los artículos de Yoel Ben Arye: “Juan Pablo II, Jerusalem y el Estado de Israel”, Jerusalem, junio de 1990,  y “El Vaticano, el Estado de Israel y el Pueblo Judío”, Jerusalem, septiembre de 1990, ambos inéditos.

[7]  Juan Pablo II. Cruzando el umbral de la esperanza. Barcelona. Plaza y Janés, 1994, pág. 144.

[8]  Comisión Teológica Internacional. El cristianismo y las religiones. Núm. 56. Citado en Sayés, J. A. Cristianismo y religiones. La salvación fuera de la Iglesia. Madrid. San Pablo, 2001, pág. 172.

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