La restauración de Jerusalem

 

 

 

Porque J” ha elegido a Sión; la ha querido como sede para sí: Aquí está mi reposo para siempre, en él  me sentaré, pues lo he querido. (Salmo 132, 13-14)

 

El objetivo de este tema es dilucidar el estatus de la Jerusalem terrenal en el plan de redención divina, según las SE.

Para el cristianismo, la Jerusalem terrenal es solamente un símbolo de acontecimientos del pasado, tal como son relatados en el AT y en el NT, y solamente la Jerusalem celeste es relevante para el proceso de redención de la humanidad, mientras que para el judaísmo la unión de ambas ciudades (la celeste y la terrenal) es condición sine qua non para la salvación de Israel y de la humanidad. La diferencia en la concepción de este tema constituye una parte importante de “la pared intermedia de separación” (Ef. 2, 14), que deberá ser derribada por medio del diálogo teológico.

Aquí se realizará un planteo, cuyo objetivo es tratar de llevar a ambas partes a superar las diferencias y a compartir una sola y única concepción teológica sobre la ciudad de Jerusalem.

Sin embargo, a diferencia de trabajos anteriores, en los cuales se procuró superar concepciones exclusivistas de ambas partes, tanto en cuanto a ser poseedores del estatus de único pueblo de D”s (Verus Israel) como en la pretensión de poseer el único camino de salvación para Israel (ya judío, ya cristiano) y del mundo,[1] no aparece aquí otra alternativa que la de justificar la “versión” judía sobre la Jerusalem escatológica.

De todas formas, el planteo está puesto al servicio del diálogo teológico y, por consiguiente, abierto a cambios, en la medida en que este tipo de diálogo produzca parámetros de comprensión que exijan transformaciones conceptuales.

 

 

Judíos y cristianos comparten la idea de la Jerusalem celeste y, en distintas épocas de la historia de la Iglesia, también compartieron concepciones semejantes sobre la Jerusalem terrenal. Ejemplo de ello fueron los padres de la Iglesia que pertenecían a la corriente quilianista, Justino e Ireneo, entre los más conocidos. Si bien el cristianismo (o, por lo menos, la Iglesia Católica) no puede dejar de reconocer la realidad de la Jerusalem terrenal, ya destruida, ya reconstruida, no ve en esta una entidad de valor teológico y, por consiguiente, de valor escatológico, a diferencia de los judíos, que consideran que la Jerusalem terrenal juega un rol central en la redención de Israel y de la humanidad, y también de ambos cuando estén ya redimidos.

La actual doctrina cristiana (o, por lo menos, la católica) tiene dos fuentes de justificación: una escriturística, en Gl. 4, 21-31, y otra doctrinal, basada en los padres de la Iglesia, especialmente en San Agustín (la Jerusalem celeste).

En la alegoría de Gl. 4. 26, se dice que la madre de los creyentes es la Jerusalem “de arriba”, la celestial y espiritual, como si los judíos que están bajo la Ley mosaica no tuviesen la misma madre celestial, algo que está muy enfatizado en la literatura cabalística.[2]

La referencia a la ciudad de Jerusalem (ya de arriba, ya de abajo) incluye el Templo dentro de esta. Así, en el Catecismo de la Iglesia Católica puede leerse lo siguiente:

 

Lo que nuestro espíritu, es decir, nuestra alma, es para nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, para el cuerpo de Cristo que es la Iglesia” San Agustín, serm. 267,4. “A este Espíritu de Cristo, como a principio invisible, ha de atribuirse también el que todas las partes del cuerpo estén íntimamente unidas, tanto entre sí como con su excelsa Cabeza, todo en el Cuerpo, todo en cada uno de sus miembros” (Pio XII, “Mystici Corporis” DS 3808). El Espíritu Santo hace de la Iglesia “el Templo del D”s vivo” (2 Co. 6, 16, cf. 1 Co. 3, 16; Ef. 2, 21).[3] [La negrita es del autor].

 

Más claramente encontramos la identificación de la Iglesia con la Jerusalem celeste en la siguiente afirmación:

 

La Iglesia que es llamada también “la Jerusalem de arriba” […].[4]

 

La Iglesia es “el Templo del D”s vivo”, en tanto que la Jerusalem celeste es una entidad espiritual en sí misma y constituiría la morada de D”s. Sin embargo, está concepción va en contra de la voluntad divina, que quiere que le construyan una morada física y material en la Tierra (por ejemplo: Ex. 25, 8-9; 1 R. 7, 13; 1 Cr. 11, 13), como el Tabernáculo en el desierto (Ex. 25, 8-9) y como Templo en la Jerusalem, de abajo, para ser más precisos.

Desde el punto de vista judío, la Jerusalem celeste solo podrá irradiar y penetrar en todo el mundo (lugares y personas) a partir de la unión con la Jerusalem terrenal y desde la Jerusalem terrenal.

Es verdad que en una fuente de la tradición judía encontramos una concepción semejante a la cristiana, sólo que en este caso, como en otros temas, lo que para el cristianismo es ya realidad para el judaísmo está sólo en potencia. En este documento se lee:

 

Todavía no hemos alcanzado, de nuestra parte, la armonía (shleimut) total para que cada individuo particularmente alcance el nivel de ser el Tabernáculo (mishkan) -esto está basado en Jer. 7:4-, porque todavía no hemos expulsado el “mal instinto”[…] Porque el Tabernáculo en sí mismo sólo puede existir por la existencia del Tabernáculo individual cuando la luz de la Torá encuentre morada en todos los espacios de nuestro corazón (“levaveinu”, es decir, en la parte en la que está el buen instinto y la parte donde estaba el mal instinto en el corazón). […] así resulta que la Jerusalem de abajo está dirigida a la Jerusalem de arriba o celeste.[5]

 

No obstante, existe una diferencia fundamental, puesto que en la fuente judía citada el tabernáculo que deberá existir en el corazón de cada individuo es una condición para la existencia del Tabernáculo en medio del pueblo, en el desierto, o del Templo de la Jerusalem terrenal, cuando Israel está ya en su Tierra. Para el cristianismo, en cambio, no existe esta correlación entre el “corazón-templo” individual y espiritual y el Templo terrenal.

Por otra parte, cabría preguntar si las promesas del AT a los patriarcas sobre la heredad de la tierra prometida al pueblo de Israel han dejado de tener efecto. ¿Es que estas promesas se trasladan, según la doctrina cristiana, a una Iglesia y a una tierra puramente espirituales o celestiales? No se debe olvidar que, según declara Pablo en Ro. 11, 29, “irrevocables son los dones y el llamado de D”s”. Y añade:

 

 […] desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza según la carne, los israelitas -, de los cuales es la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas, y los patriarcas; de los cuales también procede Cristo según la carne, el cual está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos. Amén. (Ro. 9, 3-5). [La negrita es del autor].

 

Sin entrar a analizar los distintos dones de D”s a “los hermanos de Pablo […] según la carne”, o sea, a los judíos, el AT está repleto de las promesas a Israel acerca de la tierra prometida (cf. Gn. 17, 7-11; 26, 2-5; 27, 27-29; 28, 3-4; 13-15; 35, 12; etc.), no celeste sino terrenal, y sobre la restauración (o reconstrucción) de Jerusalem y del Templo dentro de ella (Hch. 1, 6). ¿Cómo es posible, entonces, sostener la tesis de una existencia puramente espiritual, “desencarnada” de su contraparte material o terrenal? La espiritualidad de una entidad en este mundo consiste en la preeminencia del espíritu sobre la materia o sobre el cuerpo que lo contiene. No se puede hablar de la Jerusalem celeste “encarnada en la Iglesia”, y a través de esta en los creyentes, separada de la Jerusalem terrenal. Si bien esta, separada de su contraparte espiritual, podría considerarse una ciudad muerta (sin espíritu), luego de más dos mil años puede comenzar a observarse señales claras del comienzo de un proceso de resurrección o restauración (Hch. 6, 1), es decir que se puede ya empezar a percibir el descenso de un espíritu de nueva vida a esta ciudad.

Toda luz o espíritu parte de un foco o de una fuente. En el cielo, donde toda realidad es espiritual, la luz parte del mismo Ser infinito e inaccesible; sin embargo, en este mundo también material, la luz del mundo irradiará desde la Jerusalem terrenal cuando la celestial baje a ella y, desde ella, a todo el mundo. ¿Acaso la Iglesia no partió desde Jerusalem a predicar, o sea, a iluminar a todo el mundo? ¿Por qué la Iglesia considera irrelevante a la actual Jerusalem terrenal? ¿Es que acaso la luz puede seguir iluminando cuando el foco (que es terrenal o corporal) está apagado o la “fuente” está desconectada?

La relevancia escatológica de la Jerusalem terrena se pone de manifiesto en la profecía de Isaías respecto del fin de los tiempos:

 

Palabra que Isaías, hijo de Amós, recibió en una visión, acerca de Judá y de Jerusalem: Sucederá al fin de los tiempos, que la montaña de la casa del Señor será afianzada sobre la cumbre de las montañas y se elevará por encima de las colinas. Todas las naciones afluirán hacia ella y acudirán pueblos numerosos, que dirán: » ¡Vengan, subamos a la montaña del Señor, a la casa del Dios de Jacob! Él nos instruirá en sus caminos y caminaremos por sus sendas». Porque de Sión saldrá la Ley y de Jerusalem, la palabra del Señor.  (Is. 2, 1-3) (Cf. Miq. 4, 1-3). [La negrita es del autor].

 

¿Es que acaso esta profecía no es significativa para la doctrina de la Jerusalem celeste?

Un documento de la Pontificia Comisión Bíblica dice lo siguiente acerca de Jerusalem:

 

Mientras, Jerusalem sigue teniendo un papel importante. En la teología de  Lucas, se encuentra en el centro de la historia de la salvación; allí muere y resucita Cristo. Todo converge hacia ese centro: allí empieza (Lc. 1, 5- 25) y termina (24, 52-53) el Evangelio. Pues todo emana de ella: desde  allí, después de la venida del Espíritu Santo, la Buena Nueva de la salvación se difunde a todos los rincones del universo habitado (Hch. 8, 28). En cuanto a Pablo, aunque su apostolado no partió de Jerusalem (Gl. 1, 17), consideró indispensable la comunión con la Iglesia de Jerusalem  (2, 1-2). Por otro lado, declara que la madre de los cristianos, es » la  Jerusalem de arriba » (4, 26). La ciudad se vuelve símbolo del cumplimiento escatológico, tanto en su dimensión futura (Ap. 21, 2-3, 9-11) como en la presente (Hch. 12, 22). Así pues, abundando en una profundización simbólica ya iniciada en el Antiguo Testamento, la Iglesia reconocerá siempre los vínculos que la unen íntimamente a la historia de Jerusalem y de su Templo, tanto como a la oración y al culto del pueblo judío.[6] [La negrita es del autor].

 

Si, según la Pontificia Comisión Bíblica, todo emana de la Jerusalem terrenal, incluso “la Buena Nueva de la salvación” que “se difunde a todos los rincones del universo habitado” (Hch. 8, 28), ¿cómo es posible eliminar esta condición de la Jerusalem terrenal y convertirla en un símbolo de un esplendor caduco? Esta es también una expresión, consciente o inconsciente, de la doctrina del reemplazo.

Con esta declaración, comprobamos que la Iglesia Católica continúa firme en su posición doctrinal con respecto a la Jerusalem terrenal (de los judíos), que esta ciudad únicamente es importante como símbolo de la verdadera Jerusalem, la celeste, y que sólo por este motivo “sigue teniendo un papel importante”. Así, los únicos vínculos que la unen a la Jerusalem terrenal son la historia de esta ciudad y de su Templo, como también “la oración y el culto del pueblo judío”.

Sin embargo, en el Evangelio de Lucas (Lc. 2, 36-38) se hace una valoración escatológica positiva de la Jerusalem terrenal. Allí se lee lo que profetiza Ana, hija de Fanuel (Pnuel), de la tribu de Asher, que era viuda desde hacía ochenta y cuatro años, al ver al niño Jesús. Afirma el texto:  

 

[…] no se apartaba del templo sirviendo de noche y de día con ayunos y oraciones. Esta, presentándose en la misma hora, daba gracias a D”s  y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalem”.[7] [La negrita es del autor].

 

Esta esperanza de redención se refiere a la Jerusalem sometida a la dominación del imperio romano. Lucas se refiere aquí a una redención de la Jerusalem terrenal y no de alguna Jerusalem celestial.

 

Conviene ahora analizar lo que revela Lucas sobre Jerusalem:

 

Cuando veáis a Jerusalem cercada por ejércitos, sabed entonces que se acerca su desolación. Entonces, los que estén en Judea, huyan a los montes; y los que estén en medio de la ciudad, que se alejen; y los que estén en los campos, que no entren en ella; porque éstos son días de venganza, y se cumplirá todo cuanto está escrito. ¡Ay de las que estén encinta o criando en aquellos días! «Habrá, en efecto, una gran calamidad sobre la tierra, y Cólera contra este pueblo; y caerán a filo de espada, y serán llevados cautivos a todas las naciones, y Jerusalem será pisoteada por los gentiles, hasta que se cumpla el tiempo de los gentiles. Hasta aquí es una profecía cumplida, desde aquí  falta por cumplirse:»Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y de las olas (Is. 13, 10; Ez. 32, 7; Jl. 2, 31; Ap. 6, 12-13) muriéndose los hombres de terror y de ansiedad por las cosas que vendrán sobre el mundo; porque las fuerzas de los cielos serán sacudidas. Y entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria. Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación. (Lc. 21, 20-28). [La negrita es del autor].

 

Debe quedar claro que la condición de servidumbre de la Jerusalem terrena es temporaria, “hasta que se cumpla el tiempo de los gentiles”. Luego la ciudad regresa a la soberanía de sus legítimos dueños, la casa de Judá, que es la situación actual. Esto significa que, después de que se cumpla “el tiempo de los gentiles”, no sólo dejará de ser pisoteada (hollada), sino que comenzará un proceso de restauración, como parte de la restauración del reino al pueblo de Israel. Esto está implícito en la pregunta de los discípulos a Jesús, que ya hemos citado, y que figura en Hch. 1, 7: “Señor, restaurarás el reino a Israel en estos días” y Jesús les responde “no os toca a vosotros conocer el tiempo o las sazones que el Padre puso en su sola potestad”.

Nuevamente, Jesús enseña que estamos frente a un proceso de restauración y no de reemplazo ni de sobrevaloración de un componente de la redención en detrimento de otro, como en el caso de la descalificación teológica de la Jerusalem terrenal y de la sobrevaloración de la Jerusalem celeste. Si esta concepción es correcta, entonces la predicación de restauración está equivocada, lo que sería teológicamente inconcebible. Frente a dilemas de este tipo, hay que reconsiderar la concepción doctrinal y no el texto bíblico, que no es pasible en este caso de ninguna otra interpretación. Restauración significa arreglar (o recomponer) algo que se rompió o fue destruido. Intentar trasladar la fuente de la irradiación de la luz divina al mundo a otra entidad, ya sea terrenal o celestial, no es restauración y por consiguiente es una doctrina que se opone al texto bíblico (Hch. 1, 6).

Por otro lado, en los momentos históricos actuales no se puede dejar de observar que están empezando a cumplirse las profecías del AT y las del NT tal como figuran en Lc. 21, 20-24. Evidentemente, ha finalizado ya el período de la dominación de Jerusalem por parte de los gentiles y ha retornado la soberanía a Israel, no sólo de Jerusalem sino de toda la Tierra de Israel, hasta el río Jordán, y, por supuesto, finaliza también la desolación de esta ciudad (Lc. 21, 20) y de esta Tierra. Hoy en día Jerusalem, capital del Estado de Israel, es (por primera vez en sus 2381 años) una ciudad moderna, pujante y en pleno desarrollo.

Aunque resulta imposible para un observador imparcial dejar de observar un proceso de restauración de la Jerusalem “hollada por los gentiles” durante 2381 años y de la Tierra de Israel en general, se debe tener también en cuenta que la restauración de la Jerusalem terrena constituye una condición necesaria, pero no suficiente, para la redención. Falta todavía que se produzcan otros acontecimientos, como la unión de la casa de Judá y la de Israel, a la que ya se ha hecho referencia, es decir, la unión o reunión de las partes separadas del pueblo de Israel en la tierra prometida, así como la separación de “las ovejas de los cabritos” (Mt. 25, 31-46) y “del trigo de la cizaña” (Mt. 13, 24-30).

Desde otra perspectiva, resulta muy importante considerar la concepción del cardenal Ratzinger sobre la relación de cuerpo y espíritu en el momento de la resurrección de los muertos. El actual papa Benedicto XVI escribió en 2007:

 

El Concilio de Toledo del año 675 se expresó en estos términos “[…] confesamos que se da la verdadera resurrección de la carne de todos los muertos. Y no creemos como algunos deliran, que hemos de resucitar en carne aérea o en otra cualquiera, sino en esta que vivimos, subsistimos y nos movemos”.[8]

 

Más adelante, afirma:

 

De las Galias del siglo V vienen los llamados Statuta Ecclesiae Antiqua. En el examen de fe antes de la ordenación episcopal se tiene que preguntar al ordenado “si cree en la resurrección de la carne en la cual ahora vivimos y no de ninguna otra”.[9]

 

Y añade:

 

Como conclusión quedémonos con esto: no hay manera alguna de imaginarse el mundo nuevo. Tampoco disponemos de ninguna clase de enunciados concretos que nos ayuden a imaginarnos de alguna manera como el hombre se relacionará con la materia en el mundo nuevo y cómo será el “cuerpo resucitado”. Pero si tenemos la seguridad de que la dinámica del cosmos lleva a una meta, a una situación en que la materia y el espíritu se entrelazarán mutuamente de un modo nuevo y definitivo. Esta certeza sigue siendo también hoy, y precisamente hoy, el contenido concreto de la creencia en la resurrección de la carne.[10] [La negrita es del autor]

 

Una última cita para aclarar la concepción del Card. Ratzinger sobre la relación entre cuerpo y espíritu, o, para nuestro caso, entre espíritu y materia, o, mejor dicho, entre entidades celestiales y terrenales o entre arriba y abajo:

 

[…] se debió preservar la certeza central de que la existencia con Cristo no era destruida en la muerte y que tal existencia no sería plena hasta que no llegara la definitiva “resurrección de la carne.[11] [La negrita es del autor]

 

Cuando el texto habla de la resurrección de la carne, se refiere a la carne que murió, y no a otra nueva o distinta; de lo contrario, no se puede hablar de resurrección.

Ahora bien, si la “dinámica del cosmos” conduce a una nueva unión de materia y espíritu “en que la materia y el espíritu se entrelazarán mutuamente de un modo nuevo y definitivo” y si “no creemos, como algunos deliran, que hemos de resucitar en carne aérea o en otra cualquiera, sino en esta que vivimos, subsistimos y nos movemos”, esto se refiere a todo tipo de resurrección, ya individual, ya colectiva, o sea, del pueblo. Consecuentemente, resulta imposible separar la Jerusalem de abajo de la Jerusalem de arriba. El descenso de la Jerusalem celestial no podrá realizarse en ninguna otra parte que sobre la Jerusalem terrenal, o sea, “en la misma carne”, y desde allí su luz irradiará a todo el mundo y, por qué no, también a todo el cosmos.

A ellas se suma, como ya se dijo, la realidad histórica, que muestra que el proceso de restauración (o resurrección) de la Jerusalem de abajo ya ha comenzado. Así las cosas, este asunto ya no es una cuestión de fe en el futuro para el que quiera creer, sino más bien una realidad que se está gestando para el que quiera ver.

Se analizará ahora la “alegoría de Sara y Agar”, que es una de las principales fuentes de las que se sirvió la Iglesia para vaciar doctrinalmente la Jerusalem terrenal de todo rol en la historia de la redención y de la escatología.

 

Pues dice la Escritura que Abraham tuvo dos hijos: uno de la esclava y otro de la libre. Pero el de la esclava nació según la naturaleza; el de la libre, en virtud de la Promesa. Hay en ello una alegoría: estas mujeres representan dos alianzas; la primera, la del monte Sinaí, madre de los esclavos, es Agar, (pues el monte Sinaí está en Arabia) y corresponde a la Jerusalem actual, que es esclava, y lo mismo sus hijos. Pero la Jerusalem de arriba es libre; ésa es nuestra madre. Pues dice la Escritura: Regocíjate, estéril, la que no das hijos; rompe en gritos de júbilo, la que no conoces los dolores de parto, que más son los hijos de la abandonada que los de la casada. Y vosotros, hermanos, a la manera de Isaac, sois hijos de la Promesa. Pero, así como entonces el nacido según la naturaleza perseguía al nacido según el espíritu, así también ahora. Pero ¿qué dice la Escritura? Despide a la esclava y a su hijo, pues no ha de heredar el hijo de la esclava juntamente con el hijo de la libre. Así que, hermanos, no somos hijos de la esclava, sino de la libre. (Gl. 4, 22-31)

 

Antes de continuar, se pondrá orden en este pasaje.

1) En el momento en que Pablo escribe esta epístola, alrededor del año 56, “la Jerusalem actual y sus hijos”, o sea, los judíos, que están bajo la Alianza de Sinaí, la Ley mosaica, están en una situación de servidumbre y “de esclavitud”, como Agar, alegóricamente hablando, bajo la dominación del Imperio romano.

2) No es la Ley de Sinaí la que los convierte en esclavos, sino la dominación romana. Los judíos, en tanto parte del pueblo de Israel, fueron liberados con el resto del pueblo de Israel, por D”s mismo de la esclavitud de la idolatría de Egipto; esta libertad es confirmada con el recibimiento de la Ley mosaica en Sinaí.

 

Se debe tener en cuenta que el actual proceso de retorno de los judíos a la Tierra Prometida y a la Jerusalem “de abajo” se está realizando con los judíos que siguen bajo el Pacto de Sinaí, el que, según el papa Juan Pablo II, “nunca fue revocado”.[12] De aquí concluimos, también, que esta parte del pueblo de Israel no necesita entrar en algún nuevo pacto para cumplir su misión. Más aún, si se hubiera pasado a otro pacto, ¿hubiera podido cumplir con su misión?

Por otra parte, ¿el nacimiento o la cristalización del pueblo de Israel en Sinaí se produjo según la naturaleza? ¿No fue liberado el pueblo de Israel de Egipto según la promesa? En el libro del Deuteronomio, se lee:

 

Mirad yo os he entregado la tierra; entrad y poseed la tierra que J” juró a vuestros padres Abraham, Isaac y Jacob, que les daría a ellos y a la descendencia, después de ellos. (Dt. 1, 8; cf. Dt. 30, 1-20)

 

Se sostiene también, sobre la base del texto paulino, que los judíos de la Jerusalem de abajo son realmente hijos de la promesa, y el que perseguía a estos “hijos de la promesa” era el Imperio Romano. Esta situación de dominación sobre Jerusalem había comenzado con el Imperio babilónico, que conquistó la ciudad y destruyó el Primer Templo en el año 586 a.C, bajo el reinado de Nabucodonosor. Años más tarde de que Pablo escribiera su epístola a los gálatas, el gobierno romano destruye la Jerusalem terrena y su Templo (el Segundo Templo) y expulsa a sus habitantes judíos (70 a.C.).

Respecto de la idolatría, debe decirse que es una forma de esclavitud (por ejemplo, la esclavitud del pueblo de Israel en Egipto consistió en la caída en la idolatría, y no solamente en los trabajos forzados). Por consiguiente, Pablo está aquí invirtiendo los destinatarios de la categoría de esclavos: no se refiere ya a los habitantes judíos de Jerusalem sometidos a la dominación romana, sino a los romanos que están bajo la esclavitud idólatra y que deben ser expulsados de Jerusalem.[13] Ciertamente, los hijos de la esclavitud idólatra romana no heredarán con los hijos de la libre: los judíos y los gálatas convertidos a la fe monoteísta son como Isaac, hijos de la promesa, es decir, hijos de la libre, hijos reales y no alegóricos.

 

Desde otro punto de vista, cuando Pablo escribe este pasaje de la carta a los Gálatas, se refiere específicamente a la Jerusalem “actual” (y no a la “terrenal”), que estaba sometida a la dominación del Imperio Romano y es alegóricamente, como Agar, “madre de esclavos”. Pablo no dice que la Jerusalem terrenal es esclava, como si fuera una característica o condición inherente y perpetua, sino todo lo contrario: la Jerusalem “actual” (de su tiempo) es esclava del Imperio Romano, y esta esclavitud perdurará bajo distintos imperios “hasta que se cumpla el tiempo de los gentiles” (Lc. 21, 24) y luego será libre. Por consiguiente, no hay contradicción entre Gl. 5, 24 y Lc. 21, 24. Cuando Pablo habla de la Jerusalem actual, se está refiriendo a una situación histórica temporal y no a un “estado teológico permanente”. Si hubiese querido expresar esta última situación, hubiera usado el término “Jerusalem de abajo” o “terrenal”, que es un término muy usado en el judaísmo, para diferenciarla de la “Jerusalem de arriba” o “celeste”.  Es por este motivo que no se puede hacer una comparación antinómica entre la Jerusalem terrenal y la celeste, sino únicamente circunstancial y temporaria. Indudablemente Pablo conocía las profecías y la tradición judía acerca de las dos Jerusalem, y, por consiguiente, la predicación de los textos sagrados del judaísmo e inclusive del NT, como la profecía citada en Lc. 21, 24.

Lo que es importante recalcar es que en esta alegoría la esclavitud de la Jerusalem se debe a la dominación del Imperio Romano y es temporaria, y no a que está bajo la Ley mosaica. De hecho, al pueblo de Israel que recibió la Ley en Sinaí, ¿no lo llama D”s “Israel, mi hijo primogénito” (Ex. 4, 22)?; el recibimiento de la Ley (Torá) en Sinaí, ¿es acaso un evento natural? De hecho, el cristianismo llama a este acontecimiento Epifanía.

Sin embargo, no sólo los judíos (la casa de Judá) son hijos de la promesa, sino también -se insiste- la casa de Israel, más los gentiles que se sumen a ella. Ya se ha explicado también previamente que Pablo predica a los gentiles y a la casa de Israel un camino de salvación diferente al de la casa de Judá (los judíos).

Es muy difícil comprender esta alegoría dentro de la concepción paulina en la medida que le demos exclusivamente un contenido ético, en el sentido de que está bien redimirse por la fe en Cristo Jesús y está mal hacerlo, como esclavos, guardando la ley y sin necesidad de creer en la misión redentora de Jesús.

 

En este contexto, hay que recordar que Zacarías profetiza acerca de la peregrinación de las naciones a la Jerusalem terrenal, cuando sea restaurado el Reino a Israel (Hch. 1, 6):

 

Y todos los sobrevivientes de todas las naciones que hayan luchado contra Jerusalem, subirán año tras año a postrarse delante del Rey, Señor de los ejércitos, y a celebrar la fiesta de las Chozas (Cabañas).Y si alguno de las familias de la tierra no sube a Jerusalem para postrarse delante del Rey, Señor de los ejércitos, no habrá lluvia para ellos. Si la familia de Egipto no sube y no viene, caerá sobre ellos la plaga con que el Señor herirá a las naciones que no suban para celebrar la fiesta de las Chozas (Cabañas). Este será el castigo de Egipto y el castigo de todas las naciones que no suban para celebrar la fiesta de las Chozas. (Zac. 14, 16-19). [La negrita es del autor]

 

 

La profecía de Oseas (6, 1-2) aplicada a la restauración de Jerusalem

 

Resulta pertinente analizar la profecía de Oseas desde la perspectiva de la restauración de la ciudad de Jerusalem terrena. Recordemos que, según la tradición judía, la Torá (el Pentateuco) y, por extensión, todo el AT, tiene “setenta caras”, o sea, setenta formas o aspectos de interpretación.[14] Por consiguiente, la profecía de Oseas se puede también aplicar al tema de Jerusalem, y agrega un parámetro más a los dos analizados anteriormente, Lc. 21, 20-24 y Gl. 4, 22-31. El profeta escribe:

 

Vengan, volvamos al Señor: él nos ha desgarrado, pero nos sanará; ha golpeado, pero vendará nuestras heridas. Después de dos días nos hará revivir, al tercer día nos levantará, y viviremos en su presencia. (Os. 6, 1-2) [La negrita es del autor]

 

Para completar la reflexión, conviene recordar lo que afirma el Salmo 90:

 

Porque mil años son ante tus ojos como el día de ayer, que ya pasó, como una vigilia en la noche. (Sal 90, 4) (Cf. 2P. 3, 8).

 

Así las cosas, se puede pensar que, si un día de D”s son mil años humanos, D”s hará revivir la ciudad de Jerusalem después de dos días, o sea, después de dos mil años humanos, a partir del tercer milenio. Según esto, Jerusalem fue hollada (recordar que es el término alegórico que usa Lucas (21, 20-24) para expresar la situación de dominio y sometimiento extranjero a esta ciudad) por los gentiles durante 2381 años, es decir, desde el año 586 a.C., cuando fue conquistada por el imperio babilonio; allí fue destruido el primer Templo, que luego pasó a la dominación de los imperios del momento, hasta su liberación durante la “Guerra de los seis días”, en 1967 (año de la recuperación de la soberanía de Jerusalem y del Monte del Templo por una parte del pueblo de Israel, por los judíos), como se explicó anteriormente. Hoy en día ya se cumplió el “tiempo de los gentiles” (Lc. 21, 24) sobre esta ciudad y ha comenzado a ser “revivida”, esto es, restaurada, durante el tercer día.

Si bien la profecía de Oseas se está cumpliendo a todas luces, es importante tener en cuenta que, para el tercer día que estamos actualmente viviendo, el profeta (6, 2) distingue dos etapas: la primera, cuando “después de dos días nos hará revivir (o nos dará vida)”, y la segunda, cuando “en el tercer día” nos levantará para que vivamos en presencia de D”s.

Se insiste: la Jerusalem terrenal estuvo por más de dos milenios sometida a la dominación extranjera, pero -y en cumplimiento de los anuncios de ambos Testamentos- esta situación ha llegado a su fin. Está claro que la primera etapa de la profecía se ha cumplido, aunque todavía está en proceso de realización la segunda.

Se considera que no es posible cerrar este tópico sin traer a consideración la profecía del libro del Apocalipsis:

 

 Luego me fue dada una caña de medir parecida a una vara, diciéndome: «Levántate y mide el Santuario de Dios y el altar, y a los que adoran en él. El patio exterior del Santuario, déjalo aparte, no lo midas, porque ha sido entregado a los gentiles, que pisotearán la Ciudad Santa 42 meses. Pero haré que mis dos testigos profeticen durante 1260 días, cubiertos de sayal». Ellos son los dos olivos y los dos candeleros que están en pie delante del Señor de la tierra (Ap. 11, 1-4) [La negrita es del autor]

 

Cuarenta y dos meses son tres años y seis meses; esta división temporal recuerda la división del libro de Daniel 7, 25 y 12, 7:

 

Hablará contra el Altísimo y maltratará a los Santos del Altísimo. Tratará de cambiar los tiempos festivos y la Ley, y los Santos serán puestos en sus manos por un tiempo, dos tiempos y la mitad de un tiempo. (Dn. 7, 25) [La negrita es del autor]

 

Tanto esta división del tiempo como la del Apocalipsis 11, 2 tienen connotaciones negativas y son anuncios de desastres y sufrimientos. Sin embargo, en Dn. 12, 8-9, leemos una respuesta divina que abre la posibilidad de un futuro menos terrible, teniendo en cuenta que ya pasaron las desgracias y tribulaciones de la Shoah:

 

Uno de ellos dijo al hombre vestido de lino que estaba sobre las aguas del río: «¿Para cuándo será el fin de estos prodigios?». Yo oí al hombre vestido de lino que estaba sobre las aguas del río. Él alzó su mano derecha, y su mano izquierda hacia el cielo y juró por aquel que vive eternamente: «Pasará un tiempo, dos tiempos y la mitad de un tiempo; y cuando se haya acabado de aplastar la fuerza del pueblo santo, se acabarán también todas estas cosas». Yo oí, pero no entendí. Entonces dije: «Señor mío, ¿cuál será la última de estas cosas?». Él respondió: «Ve Daniel, porque estas palabras están ocultas y selladas hasta tiempo final”. (Dn. 12, 6-9)

 

Aquí es necesario hacer dos observaciones: la primera es que el tiempo exacto de la redención final está oculto. Esto también está recordado en los Hechos de los Apóstoles:

 

  El (Jesús a los discípulos) les contestó: «A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad.” (Hch. 1, 7) [La negrita es del autor]

 

Es necesario también aclarar que el ocultamiento del momento de la restauración final del reino a Israel es extensible a Jesús mismo, puesto que esta fecha está en la sola potestad del Padre.

La segunda observación está basada en la tradición judía, según la cual las profecías positivas se van a cumplir totalmente. En cambio, las profecías negativas podrían suspenderse. Por ejemplo, según una interpretación del HaAlsheij,[15] de bendita memoria, autor del libro Torat Moshe sobre la Torá (el Pentateuco), en su interpretación sobre el pasaje de Números 23, 19-22, escribe:

 

[…] respuesta del profeta Jeremías a Jananiá, hijo de Azur, que profetizaba acerca de la paz (Shalom): “Si como tú dices, el bien que lo que tú profetizas se cumple, es la prueba que eres profeta de Israel”, puesto que el Santo, Bendito Sea, sólo se arrepiente de sus malos decretos para el pueblo (tal como profetiza Jeremías), pero nunca de los buenos decretos”. Explicación: si las profecías malas o negativas no se cumplen, no es una prueba de que el que las realizó (como Jeremías) no sea realmente un verdadero profeta, ya que D”s se puede arrepentir de sus malos decretos (Vainajem al ha-rá). Pero si las buenas profecías no se cumplen, es una prueba que el que las realizó es un falso profeta, puesto que D”s no se arrepiente de sus buenos decretos y estos se tienen que cumplir inexorablemente.[16]

 

 

Teología política o política teológica

 

En un excelente artículo denominado “Jerusalem en el cristianismo antiguo y medieval de Occidente”, Edoardo Arborio Mella, de la Comunità di Bose en Jerusalem, describe las fluctuaciones teológicas con respecto a la Jerusalem “terrestre”, en contraposición con la “celeste” en la teología cristiana.[17]

A continuación, se traerán a colación algunos pasajes de este trabajo:

 

Aquí será útil fijar la atención en particular sobre un pasaje de la carta a los Gálatas 4, 21-31, donde el apóstol nombrando a los hijos de Abraham, afirma que el hijo de la esclava, esto es Ismael, es figura del pueblo hebreo, mientras que el hijo de la mujer libre, esto es Isaac, es figura de los creyentes en Cristo. […] Hay un […] motivo […] por el cual este pasaje paulino es importante en nuestro contexto: el que desemboca en una teología de Jerusalem. En los versículos 25-26, de hecho, Pablo contrapone la Jerusalem actual, histórica y geográfica, que vive en la esclavitud del judaísmo, a la verdadera Jerusalem, que para los creyentes en Cristo puede ser sólo la celestial, que es la libre. Tal contraposición, o con más frecuencia un deliberado desinterés teológico hacia la ciudad de piedra, se convirtió en clásica en toda la sucesiva literatura cristiana de Occidente.[18]

 

El párrafo es sumamente claro. No obstante, el autor explica:

 

[…] en el comienzo de la literatura cristiana, en verdad, eso no fue general. La corriente teológica milenarista, que todavía no ha sido puesta bajo sospecha sino más bien ha cobrado vigor gracias a algunos grandes nombres de la naciente teología, da a la geografía bíblica una importancia real, no simbólica.

Fuera de esta teología milenarista, que se interrumpió poco después de haber circulado por la Iglesia y que, por otra parte, remite el valor de Jerusalem al lejano futuro posterior al retorno de Cristo, no hay prácticamente lugar para la Jerusalem terrenal en la reflexión cristiana.[19]

 

El autor se refiere, además, a la relevancia teológica del templo y de la ciudad de Jerusalem en su totalidad durante el período de las Cruzadas. No obstante, este trabajo no se extenderá sobre estos aspectos. Finalmente, Arborio Mella, concluye:

 

Esta renovada importancia de Jerusalem duró poco. Quizá tampoco había podido durar mucho, así como no duró mucho el milenarismo de principios de la era cristiana. Otras realidades históricas y teológicas pesaban, ahora como siglos antes y, caído el reino cruzado, siglos de renovada dominación musulmana volvieron a convertir a la ciudad en un lugar teológico a recordar sin descanso buscando hacerlo mistéricamente presente en la vida cotidiana, o más bien como lugar geográfico de la redención cristiana a visitar con devoción. Para que recomenzase una verdadera reflexión sobre la Jerusalem terrenal se necesitó un nuevo trauma político: la creación del Estado de Israel. En el momento que los judíos pudieron expresar en relaciones visibles el valor único que ellos han adjudicado a Jerusalem, los cristianos se sintieron interpelados y respondieron primero en términos políticos (desde los proyectos vaticanos para Jerusalem como ciudad internacional hasta la impugnación de las celebraciones del tercer milenio de la ciudad), más tarde en términos teológicos con una reflexión que ciertamente está apenas en los inicios. Llegará el día en que la bipolaridad que se ha intentado demostrar aquí confluirá en una síntesis, pero en esta operación la tradición no podrá jamás ser eludida.[20] [La negrita es del autor]

 

Se considera que se ha logrado de alguna manera explicar, dentro de los límites de este pequeño trabajo, la relación “simbiótica” entre la Jerusalem de “arriba” y la de “abajo”, tema respecto del cual no debería haber diferencias ni de concepto ni de concepción entre el judaísmo y el cristianismo.

 

 

La Transfiguración en el monte santo

 

El propósito de este capítulo es determinar, a partir de la información extraída del NT, el lugar donde se produjo el fenómeno de la Transfiguración, puesto que las versiones existentes al respecto varían de una tradición a otra.

Aharon Liron, experto en lugares santos del cristianismo, resumiendo este tema, escribe:

 

La antigua tradición de los ortodoxos y de los católicos identifica el Monte Tabor como el lugar de la Transfiguración […] Debido a que en los tres Evangelios Sinópticos el relato de la Transfiguración aparece inmediatamente después del relato del encuentro de Jesús con sus discípulos en Cesarea de Filippo (hoy en día, Banias), a los pies del Monte Jermón, los protestantes y parte de los investigadores católicos identifican el Monte Jermón como el lugar de la Transfiguración.[21]

 

Según este autor, si bien goza de gran aceptación una tradición antigua, basada en una secuencia del relato de los Sinópticos, a favor del monte Tabor como el sitio donde se produjo la Transfiguración de Jesús, no existe un acuerdo absoluto al respecto, ya que surge una posibilidad distinta de la establecida por esta tradición: el monte Jermón.

Otra fuente afirma:

 

La localización de la Transfiguración fluctuaba al comienzo del periodo bizantino. Eusebio (m. 340) vacilaba entre el Tabor y el Monte Jermón, mientras que el peregrinaje de Bordeaux (333) la ubicaba en el Monte de los Olivos. En el año 348, Cirilo de Jerusalem se decidió por el Tabor, y el apoyo de Epifanio y Jerónimo terminó por establecer firmemente esta tradición.[22]

 

En el NT no se menciona el monte Tabor y se ha especulado también con otras posibilidades, como el monte Jermón o el monte de los Olivos, al oriente del Monte del Templo de Jerusalem, hasta el siglo IV. Sin embargo, en esta época se determina que ocurrió en el monte Tabor.

Luego esta posición fue abandonada por los protestantes, quienes sostenían la hipótesis a favor del monte Jermón, que fue apoyada por un sector de los investigadores católicos.

Se va a proponer aquí la hipótesis acerca de un tercer lugar, sobre la base no tanto de argumentos geográfico-literarios extraídos del NT, sino principalmente de la perspectiva teológica.

Los Evangelios Sinópticos de Mateo y Marcos se limitan a informar que la Transfiguración se produjo en “un monte alto”, sin brindar más precisiones al respecto; no obstante, Lucas, a su vez, dice:

 

Aconteció como ocho días después de estas palabras, que (Jesús) tomó a Pedro, a Juan y a Jacobo, y subió al monte a orar. (Lc. 9, 28)

 

Por su parte, al relatar su vivencia del acto de la Transfiguración, el apóstol Pedro, en su segunda epístola, escribe:

 

[…] Este es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia. Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él, en el monte santo [Har HaKodesh] [cf. Mt. 17, 1-5; Mc. 9, 2-7; Lc. 9, 28-35]”. (2 P 1, 17-18).

 

En esta epístola, Pedro aclara que la Transfiguración se realizó “en el monte santo” y, según las Escrituras, esta denominación corresponde exclusivamente a un monte de Jerusalem y no de Galilea; más explícitamente, se refiere al Monte del Templo, el Monte Santo, en el cual se adoró a D”s y se lo volverá a adorar.

Por ejemplo, en el libro de Isaías, se lee:

 

[…] acontecerá también, en aquel día, que se tocará con gran trompeta, y vendrán los que habían sido esparcidos en la tierra de Asiria y los que habían sido desterrados a Egipto, y adorarán a J” en el monte santo, en Jerusalem. (Is. 27, 13)

 

Asimismo, en el libro de Zacarías se expresa:

 

Así dice J”: Yo he restaurado a Sión, y moraré en medio de Jerusalem; y Jerusalem se llamará Ciudad de la Verdad [en hebreo, ir HaEmet], y el Monte de J” de los Ejércitos, Monte Santo. (Zac. 8, 3)

 

Préstese atención a que Pedro atestigua que la Transfiguración se realizó en el “monte santo”, es decir, en un sitio específico conocido como tal, y no en un lugar que se santificó por haberse llevado a cabo allí el fenómeno de la Transfiguración. Nuevamente, el único lugar denominado y conocido como Monte Santo” (Har Ha-Kodesh) es el Monte del Templo de Jerusalem.

Si la Transfiguración se hubiese producido en un monte diferente del Monte del Templo, Pedro, un hombre judío, íntimamente compenetrado con la tradición judía,[23] nunca habría dicho que esta tuvo lugar “en el monte santo”, sin detallar el lugar exacto al que se refiere. O, desde otra perspectiva, si Pedro hubiese querido innovar, refiriéndose a un nuevo monte santo que no fuera el Monte del Templo en Jerusalem, indudablemente habría mencionado el nombre de ese lugar, lo cual Pedro no realiza.

Puesto que para los judíos el Monte Santo y el Monte del Templo son expresiones sinónimas y aluden a un mismo lugar, puede afirmarse, en definitiva, y sin caer en especulaciones abstractas, que un judío como Pedro no habría podido concebir ni informar acerca del Monte Santo, sin brindar mayores detalles, si se tratara de un lugar totalmente distinto del Monte del Templo.

Por su parte, el argumento empleado por católicos y ortodoxos para identificar el lugar de la Transfiguración con el monte Tabor, y utilizado por los protestantes y parte de investigadores católicos para determinar que fue el monte Jermón, se basa, por un lado, en el hecho de que el relato de la Transfiguración de Jesús aparece inmediatamente después del encuentro de Jesús con sus discípulos en Cesarea de Filippo y, por otro, en la cercanía de estos montes con ese lugar. Sin embargo, es importante tener en cuenta el tiempo transcurrido entre el relato evangélico –anterior al de la Transfiguración en los Evangelios Sinópticos– y este último acontecimiento: de acuerdo con Mateo (Mt. 17, 1-5) y Marcos (Mc. 9, 2-7), transcurren al menos seis días desde el último relato, según el cual Jesús se encuentra con sus discípulos en Cesarea de Filippo; y de acuerdo con Lucas (Lc. 9, 28-35), son ocho días. Sea como fuere, los evangelistas se preocupan por destacar que Jesús y sus discípulos disponen de suficiente tiempo para subir a Jerusalem desde Cesarea de Filippo.

En un reciente documento vaticano sobre la lectura de la Sagrada Escritura judía, publicado por la Pontificia Comisión Bíblica, se resalta la vital importancia de la interpretación judía del AT para la comprensión del NT:

 

El documento se divide en tres capítulos. El primero, fundamental, constata que el NT reconoce la autoridad del AT como revelación divina y no puede ser comprendido sin una íntima relación con este y con la tradición judía que lo transmitía.[24] [La negrita es del autor].

 

Teniendo en consideración este documento, los reportes de Mateo y Marcos acerca de que la Transfiguración se desarrolló en un “monte alto” no contradicen la tradición judía, que sostiene que este fenómeno aconteció en el Monte del Templo, sino que la refuerza. Rashí[25] (siglo XI), uno de los grandes pilares de la tradición judía, al interpretar el término marom harim (el más alto de los montes), que figura en 2R 19, 23 e Is. 37, 24, indica que este concepto se refiere, exclusivamente, al Monte del Templo.

Hasta aquí se puede afirmar que los argumentos a favor de la identificación del lugar de la Transfiguración con el Monte del Templo en Jerusalem son más fuertes que aquellos aceptados hasta ahora, relacionados con el monte Tabor o el monte Jermón, en la Galilea.

 

Se considerará ahora, según los Sinópticos, la secuencia de los acontecimientos posteriores a la Transfiguración (Mt. 17, 2-13; Mc. 9, 2-13; Lc. 9, 28-36), a fin de averiguar el sitio donde se encontraba Jesús entonces. Este hecho cobra suma relevancia, ya que podría debilitar o reforzar la tesis de que la Transfiguración se realizó en el Monte del Templo de Jerusalem.

Inmediatamente después de la Transfiguración, Jesús sana a un muchacho lunático (Mt. 17, 14-21); luego Mateo refiere que estando “ellos” (Jesús y sus discípulos) “en Galilea” (Mt. 17, 22-24), Jesús anuncia la muerte y la resurrección del Hijo del Hombre al tercer día, y más adelante relata que, cuando llegaron a Capernaum, vinieron a Pedro los que cobraban las dos dracmas:

 

Estando ellos en Galilea, Jesús les dijo: El Hijo del Hombre será entregado en manos de los hombres, y le matarán; más al tercer día resucitará. Y ellos se entristecieron en gran manera. Cuando llegaron a Capernaum, vinieron a Pedro los que cobraban las dos dracmas [pago del impuesto del templo (Ex. 30, 13; 38, 26)] […]. (Mt. 17, 22-24)

 

Si realmente Jesús anticipa su muerte en la región de Galilea, resulta extraño que Mateo no detalle el lugar preciso del anuncio de un acontecimiento tan importante, pero que sí recalque el lugar exacto (Capernaum, en la región de Galilea) donde acontece un episodio tan banal como la recaudación de las dracmas. En este punto, se procurará demostrar que Mateo sí relata con exactitud el sitio del anuncio de Jesús acerca de su muerte y su resurrección. Para ello, se intentará probar que existe otro punto en la geografía de la tierra de Israel cuyo nombre es Galilea, según el NT, por un lado, y según una tradición cristiana, por el otro.

De acuerdo con el Evangelio de Lucas, el lugar de la curación del niño (lunático, según Mateo, y endemoniado, según Lucas) parece ser el mismo del anuncio de Jesús sobre su muerte. Este sitio, a su vez, estaba cerca del lugar de la Transfiguración. Puesto que ya se ha demostrado que el sitio de la Transfiguración está ubicado en el Monte del Templo de Jerusalem, entonces, el anuncio de la Pasión debe haberse producido cerca de este monte, según Lucas, y en un lugar llamado Galilea, de acuerdo con Mateo y con Marcos.

La pregunta que es posible formular en esta instancia es: ¿cuál puede ser este sitio? Lucas, nuevamente, da la clave, cuando relata la subida de Jesús a Jerusalem:

 

Yendo él [Jesús] a Jerusalem, pasaba ente Samaria y Galilea y al entrar en una aldea le salieron al encuentro diez hombres leprosos. (Lc. 17, 11-12)

 

Considerando que la Galilea está al norte de Samaria y Jerusalem, al sur, resulta imposible transitar primero por Samaria y luego por Galilea para dirigirse finalmente hacia Jerusalem. Sin embargo, como el texto no puede estar equivocado, y ya que Lucas era muy consciente de lo que estaba escribiendo, se puede sostener que la Galilea de este relato no se refiere a la región norteña de Israel. Si se tiene en cuenta el trayecto realizado por Jesús, según Lucas, el último lugar al que llegó antes de arribar a Jerusalem fue Galilea y, más exactamente, una aldea de esta, aunque lo más probable es que esta misma aldea se llamara Galilea.

Lo que Lucas relata es que Jesús vino a Jerusalem (desde algún lugar de la región de Galilea, o más probablemente, de Cesarea de Filippo), vía Samaria y Galilea, y no por otro camino, por ejemplo, a través de Jericó y Galilea, o vía Yaffo, por el occidente.

La trayectoria de un viajero estaba señalada por poblaciones o por nombres de caminos (la “Via Maris”, por ejemplo) y no por zonas geográficas extensas. Cuando se dice “vía Samaria y Galilea”, se está haciendo referencia a la ciudad de Samaria (Sebastia) y no a su homónima, es decir, la región geográfica extensa.

Ahora bien, ¿qué localidad situada entre las ciudades de Samaria y Jerusalem podría ser identificada, con bastante precisión, como Galilea? Según una tradición cristiana, esta Galilea constituye una aldea ubicada en el monte de los Olivos.[26] Así, por ejemplo, una fuente franciscana de Jerusalem, señala:

 

Cómo es que el lugar (en el Monte de los Olivos) llegó a ser llamada Viri Galilaei no es de fácil determinación. Parece ser que este lugar fue originalmente llamado Galilea.[27]

 

Como se vio más arriba, en el año 333, los miembros del peregrinaje de Bordeaux ubicaron el monte de la Transfiguración en la Galilea, en el monte de los Olivos; después de casi 1700 años, parecen ser los más cercanos a la realidad. Si se acepta la tesis de que la Transfiguración se produjo en el Monte del Templo en Jerusalem, el anuncio de Jesús acerca de su muerte y resurrección puede haberse realizado, sin inconvenientes, en el monte de los Olivos, en una zona o una aldea llamada Galilea, es decir, ubicada enfrente, muy cerca del lugar de la Transfiguración. Por lo tanto, el monte de los Olivos no sólo es el lugar de la Pasión de Jesús, sino también el del anuncio de su muerte.

Luego de dar a conocer esta noticia, Jesús y sus discípulos pudieron haber regresado a Capernaum para esperar que se cumpliera el tiempo y hacer los preparativos para subir nuevamente a Jerusalem. Lo que resta tener en cuenta es que Jesús subió a Jerusalem una vez más de lo que se suponía hasta ahora.

En resumen:

1) Fue en el siglo IV cuando se fijó definitivamente el monte Tabor como el lugar de la Transfiguración. Hasta esta fecha, no hubo consenso sobre el lugar de este acontecimiento. Tampoco lo hay en la actualidad

2) Según Pedro (2P 1, 17-18), este fenómeno tuvo lugar en el Monte Santo (Har HaKodesh).

3) Para los judíos (Jesús y sus discípulos incluidos), el único Monte Santo (Har HaKodesh) que existe es el Monte del Templo, en Jerusalem (Har HaBait).

4) Considerando que los redactores del NT no especifican otro monte sagrado para los fines de la Transfiguración, no cabe otra alternativa que identificar el Monte del Templo como el lugar de la Transfiguración.

5) No es relevante el argumento que indica que el relato de la Transfiguración es una continuación inmediata a la noticia de que Jesús se encontraba con sus discípulos en Cesarea de Filippo (Banias, en la actualidad), cerca del monte Jermón, ya que existe demasiado tiempo para subir (o quizás, peregrinar) a Jerusalem y al Templo. Según Mateo y Marcos (Mt. 17, 1-5; Mc. 9, 2-7), transcurren seis días y, de acuerdo con Lucas (Lc. 9, 28), ocho.

6) Los evangelistas Mateo (Mt. 17, 14-21) y Lucas (Lc. 17, 11-12) se refieren a Galilea como una zona específica en el monte de los Olivos y no como la región norteña de Israel.

 

 

El Monte del Templo en la escatología cristiana. Nueva perspectiva

 

El fenómeno de la Transfiguración descrito en el NT pertenece al pasado y, a pesar de la nueva relevancia que debería otorgársele al sitio donde se produjo tal suceso, no traspasaría los límites de ser un lugar histórico si el NT no nos enseñara que volverá a cumplir su antiguo rol en el futuro.

El Monte del Templo fue siempre, por definición, el sitio de la ubicación del Templo e intentar averiguar cuál será el rol de este lugar en el fin de los días, según el NT, consiste en tratar de comprender la posición de este texto acerca de una futura reconstrucción.

En el libro del Apocalipsis, puede leerse acerca de la Jerusalem celestial lo siguiente:

 

Y no vi en ella templo; porque el Señor Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero. La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella; porque la gloria de Dios la ilumina y el cordero es su lumbrera. (Ap. 21, 22-23)

 

Según esta cita, la “ciudad celeste” o “Jerusalem de arriba” posee el templo, constituido por el Señor mismo y el Cordero.

Es necesario repetirlo nuevamente: lo que debe tenerse siempre presente es que las realidades celestiales son todas realidades espirituales y, de ninguna manera, físicas o materiales. Por consiguiente, cuando en los textos sagrados se lee acerca de objetos (por ejemplo, el Trono de Dios) o de formas y medidas, entre otros aspectos, debe entendérselos como expresiones de carácter simbólico.

Otros pasajes del texto del Apocalipsis también atestiguan acerca de la existencia del templo celestial:

 

Por esto están delante del trono de Dios, y le sirven de día y de noche en su templo; y el que está sentado sobre el trono extenderá su tabernáculo sobre ellos. (Ap. 7, 15)

 

Y en el capítulo 11 puede leerse:

 

Entonces me fue dada una caña semejante a una vara de medir, y se me dijo: Levántate y mide el templo de Dios, y el altar, y a los que adoran en él. Pero el patio que está fuera del templo déjalo aparte, y no lo midas, porque ha sido entregado a los gentiles; y ellos hollarán la ciudad santa cuarenta y dos meses. […] Y el templo de Dios fue abierto en el cielo, y el arca de su pacto se veía en el templo […] (Ap. 11, 1-2; 19)

 

Por último, en el capítulo 15, dice:

 

Después de estas cosas miré, y he aquí fue abierto en el cielo el templo del tabernáculo del testimonio […] (Ap. 15, 5-6)

 

Queda claro también en el NT que la Jerusalem celeste descenderá del cielo a la tierra, y que este “asentamiento” o descenso se realizará, según las conclusiones de nuestro análisis, sobre la zona de la Jerusalem terrenal:

 

Y me llevó en el Espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la gran ciudad santa de Jerusalem, que descendía del cielo, de Dios. (Ap. 21, 10)

 

Suele establecerse un paralelismo entre esta cita y la visión que del profeta Ezequiel, que relata sobre el templo de Jerusalem:

 

[…] Dios me llevó a la tierra de Israel, y me puso sobre un monte muy alto, sobre el cual había un edificio, parecido a una gran ciudad […] (Ez. 40, 2)

 

No hay lugar, sin embargo, para tal paralelismo, puesto que la visión del AT es la del templo terrenal, semejante “a una gran ciudad”, mientras que el relato del NT, en parte, se refiere al descenso de la Jerusalem celeste.

Así, por un lado, la visión del profeta Ezequiel menciona el Templo físico en la “Jerusalem de abajo” y, por otro, el Apocalipsis se refiere al Templo celestial o la “Jerusalem de arriba”. No obstante, un templo físico como el descrito por Ezequiel no tendría sentido sin su contraparte espiritual. De mismo modo, el profeta Ezequiel escribe también acerca de la Presencia Divina en su extensa descripción del templo:

 

Y me dijo: Hijo de Hombre, este es el lugar de mi trono, el lugar donde posaré las plantas de mis pies, en el cual habitaré entre los hijos de Israel para siempre; y nunca más profanará la casa de Israel mi santo nombre. (Ez. 43, 7)

 

Lo que resultaría natural sería entender que el descenso de la Jerusalem celestial, según Ap. 21, 10, se realizará sobre la Jerusalem de abajo, tal como relata el AT en la profecía de Ezequiel (43, 7). Sin embargo, esta comprensión se ve empañada por la doctrina cristiana, que considera el descenso de la Jerusalem celestial sobre la Iglesia (entidad espiritual, a su vez) y sobre el corazón de los creyentes (objeto simbólico y, por qué no, también espiritual) y de ninguna manera sobre la Jerusalem terrena.

A pesar de esta doctrina, nuevamente, se puede constatar cómo se complementan los relatos de ambos Testamentos. Este hecho acrecienta considerablemente el valor teológico que el Monte del Templo debería tener para el cristianismo, puesto que el NT resalta la importancia de este sitio, ya no como el centro caduco de la presencia divina en el mundo, sino, por el contrario, confirmando este lugar como el único punto de contacto entre el mundo celestial y el terrenal. Por consiguiente, la Jerusalem terrena debería proporcionar al cristianismo una revalorización histórico-teológica y escatológica sobre esta ciudad y sobre este monte, a fin de otorgarles su debida trascendencia en el proceso de redención de la humanidad.

 


[1]  No olvidar que el judaísmo plantea un camino diferente para los gentiles: los siete mandamientos noémicos. Véase “Anexo” al final del libro.

[2]  Biná es llamada también “la Jerusalem de arriba”, por ej.: Sefer Pardes Rimonim, Shaar 23 cap.16; Sefer Agadá Diklá, pág. 159.

[3]  Catecismo de la Iglesia Católica. Op. cit.

[4]  Ibíd., 813, pág. 191.

[5]  Keren Or, sobre Talmud Babli, Tratado Taanit 30:b.

[6]  Pontificia Comisión Bíblica. El pueblo judío y sus Escrituras Sagradas en la Biblia cristiana. Op. cit.

[7]  Citado en: Fluser, David. Judaísmo y orígenes del Cristianismo. Sifriat HaPoalim. Tel Aviv, 1979, pág. 274 (en hebreo).

[8]  Ratzinger, Joseph. Escatología. Barcelona. Herder Editorial, 2007, pág. 154.

[9]  Ibíd., pág. 154.

[10]  Ibíd., pág. 210.

[11]  Ibíd., pág. 165.

[12]  Juan Pablo II, en un discurso a representantes de la Comunidad judía de Alemania, en Maguncia, 1980. Véase también Jews and Judaism in the new Catechism of the Catholic Church. Op. cit.

[13]  Cf., por ej., Rabí Moshé Alsheij, Libro Torat Moshe, interpretación de Ex. 3, 2-7.

[14]  Véase, por ej., la enseñanza del Ramban (Rabí Moshe Ben Najman, más conocido en castellano como Najmánides, siglo XII), sobre su interpretación al Génesis 8, 4.

[15]  Rabí Moshé Alsheij (1508-1592).

[16]  Cf. también, por ej., Rambam (Maimónides) en la “Introducción a la interpretación de Mishnaiot”; HaMeiri, sobre Talmud Babli, Tratado Sanhedrín 89a.

[17]  Arborio Mella, Edoardo: “Documentación y estudios para el diálogo entre judíos y cristianos”, en El Olivo. Núm. 43-44. Enero- Diciembre, 1996. Madrid.

[18]  Ibíd., págs. 124-125

[19]  Ibíd., págs. 126-127

[20]  Ibíd., pág. 151.

[21]  Liron, Aharon. Christianity Arose in the Holy Land. Tel Aviv. Tchericover Publishers Ltd, 1997, pág. 45 (en hebreo).

[22]  Murphy-O’Connor, J., OP. The Holy Land. An Oxford Archaelogical Guide. Oxford. Oxford University Press. Fourth Edition, 1998, pág. 366.

[23]  Esto demuestra que Pedro es un judío muy ortodoxo. En efecto: a) Pedro se opone a comer alimentos prohibidos por la ley judía, o sea, no-Kosher (Hch. 10, 10-16), aunque se lo ordenen desde el cielo. Aun cuando todo el pasaje de Hch. 10, 10-29 posibilite extraer enseñanzas mucho más trascendentes, la lectura literal, sin embargo, sigue siendo absolutamente válida. b) En su misión apostólica, Pedro trata de judaizar a los gentiles y es reprendido por Pablo (Gl. 2, 14-15)

[24]  Pontificia Comisión Bíblica. El pueblo judío y sus Escrituras Sagradas en la Biblia cristiana. Op. cit.

[25]  Acrónimo hebreo de Rabí Shlomo Ytzhaki (Francia 1040-1105), famoso exégeta que abogaba por la interpretación literal y midráshica del texto bíblico.

[26]  Este monte constituía, en esta época, uno de los puntos principales de entrada a Jerusalem de los viajeros que venían del norte y del este.

[27]  Hoade, Eugene, OFM. Guide to the Holy Land. Jerusalem. Franciscan Printing Press, 1984, pág. 253.

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