El diálogo con el judaísmo: riesgos y renovación en el cristianismoJohn T. Pawlikowski Dos de los documentos más discutidos del Concilio Vaticano II fueron la Declaración sobre la libertad religiosa (Dignitatis Humanae) y la Declaración sobre la relación de la Iglesia con los no-cristianos (Nostra Aetate). En varios momentos del Concilio, pareció que uno de esos documentos, o los dos, podían ser eliminados de la agenda. El motivo básico para la controversia en torno a esos textos no es difícil de imaginar. Sus oponentes veían, con razón, que cada uno de esos documentos representaba un desafío fundamental a concepciones que la Iglesia Católica sostenía desde mucho tiempo atrás. Durante casi un siglo, algunos papas y teólogos habían proclamado el concepto de la libertad religiosa como una idea “satánica”. Y la idea de que la responsabilidad colectiva judía por la muerte de Cristo había llevado a la expulsión del Pueblo de Israel de la relación de alianza con Dios, y su sustitución en esa alianza por la Iglesia, el “nuevo Pueblo de Dios”, ejerció una influencia decisiva en la formación de la identidad eclesiológica católica. La enérgica aseveración de la libertad religiosa como un principio fundamental de la fe católica, contenido en Dignitatis Humanae, y la afirmación de la permanencia de la alianza judía incluida en el capítulo 4 de Nostra Aetate, fueron vistas como una amenaza a la expresión tradicional de la fe católica. Afortunadamente, esos dos documentos sobrevivieron al proceso conciliar, y a partir de su publicación, ambos ejercieron una significativa influencia en la faz pública del catolicismo. Pero al mismo tiempo que ayudaron significativamente a la renovación de la expresión de la fe católica que fortaleció el punto de vista del Concilio, generaron también ciertos riesgos y desafíos que todavía deben ser plenamente asumidos. En una disertación ante la Sociedad Teológica Católica de los Estados Unidos, ofrecida en 1986 en Chicago, el teólogo canadiense Gregory Baum, que actuó como perito en el Concilio, y tuvo una participación directa en la preparación del borrador original de Nostra Aetate, señaló que el capítulo 4 de Nostra Aetate representó el cambio más radical en el magisterio ordinario de la Iglesia que surgió del Concilio Vaticano II.1 A su juicio, ese texto afectó el núcleo mismo de algunas expresiones clásicas de la eclesiología y la cristología del catolicismo. Y Dignitatis Humanae, con su rigurosa afirmación de libertad religiosa, basada en el concepto de la dignidad humana fundamental, colocaba esa dignidad delante de la verdad en la perspectiva teológica católica. Algunos pensaron que esos cambios fundamentales de perspectiva podían disminuir el compromiso de fe católico y provocar indiferentismo y una forma superficial de pluralismo. En la actualidad, vemos resurgir estas cuestiones en algunos grupos de la comunidad católica, en el esfuerzo por mantener la fe viva y vibrante dentro de una sociedad humana cada vez más secular. ¿Podemos redefinir la fe católica a la manera radical de Dignitatis Humanae y Nostra Aetate, y mantener al mismo tiempo una fuerte lealtad a esta fe? Por otra parte, ¿cuáles son los inconvenientes que surgen al intentar proteger una fe “insular” que pretende tener un acceso exclusivo a la verdad absoluta, y enfatiza la superioridad de la propia tradición por sobre todas las demás? Estas son preguntas básicas para la discusión interreligiosa actual, y probablemente siga siendo así en el futuro próximo. Sin duda, esto tiene un impacto en los diálogos cristiano-judío y cristiano-musulmán, que, en formas diferentes, son los principales diálogos para el cristianismo, ya que comparten parcialmente algunos textos, y se enmarcan en un contexto de relaciones de alianza. Del lado cristiano, seguramente habrá otras cuestiones que constituirán un desafío para las Iglesias como resultado del diálogo con el judaísmo. La primera será enfrentar el lado oscuro de la actuación de la Iglesia con respecto a los judíos a través de la historia, en particular durante el período nazi. Para los que ponen un especial énfasis en la Iglesia como una realidad transhistórica y trascendental, separada de la historia, esto puede resultar teológicamente muy duro. Varias conferencias episcopales católicas, entre ellas la francesa en su declaración de arrepentimiento de septiembre de 1997, y la alemana de 19952, han reconocido un fallo corporativo cristiano durante la época del Holocausto. El papa Juan Pablo II, por su parte, mostró su apoyo personal a esos cambios en la liturgia de confesión y reconciliación que tuvo lugar en el Vaticano el primer domingo de Cuaresma de 2000. Completó este testimonio inicial cuando durante su histórica visita a Jerusalén, colocó un papel con la misma declaración de arrepentimiento por el antisemitismo cristiano en el sagrado Muro Occidental de la ciudad. Juan Pablo II era muy consciente de que si la Iglesia quería seguir siendo una voz legítima a favor de la justicia y la solidaridad en la sociedad global del nuevo milenio, primero tenía que reconocer que había actuado con violencia a lo largo de los siglos, especialmente contra el pueblo judío. Para Juan Pablo II, la Iglesia era verdaderamente una realidad “dentro de la historia”, aunque con una dimensión central trascendental. Por eso, para él, enfrentar el problema de la actuación histórica de la Iglesia era un paso crucial para fortalecer el diálogo con los judíos y el judaísmo, que ocupó un lugar tan central en su papado. Para comprender la santidad de la Iglesia, es necesario incluir la integración de la dimensión de sus faltas. El esfuerzo realizado por Juan Pablo II para hacerle frente a la herencia de antisemitismo y violencia de la Iglesia contra otros grupos no encontró la aprobación de todos dentro de la Iglesia. De hecho, uno de los principales oponentes a los actos de arrepentimiento fue el cardenal Joseph Ratzinger, en su posición de director de la oficina vaticana para cuestiones doctrinales, conocida como Congregación para la Doctrina de la Fe. La eclesiología de Ratzinger era de naturaleza mucho más trascendental, y nunca se basó en el punto de vista expuesto en el documento del Concilio Vaticano II Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo moderno. Ratzinger nunca consideró que la Iglesia pudiera verse afectada en su núcleo mismo por realidades negativas de la historia. Para él, con los actos de arrepentimiento se corría el riesgo de socavar la integridad y la autenticidad de la Iglesia, y debilitar el depósito de verdad que la misma podía, y debía, seguir ofreciéndole a la humanidad. Aunque no habría que exagerar las diferencias entre Juan Pablo II y el cardenal Ratzinger/Benedicto XVI, ya que Juan Pablo II también argumentaba a veces en favor de un núcleo inviolable de la Iglesia, “la Iglesia como tal”, es muy evidente que existe un claro contraste, porque el papa Benedicto XVI ha mostrado poco interés en realizar los gestos de arrepentimiento que fueron tan importantes en Juan Pablo II. En diversas circunstancias, desde su elección como papa, tuvo oportunidades para seguir el camino trazado por su predecesor. Pero él eligió recorrer uno diferente. En su visita a la sinagoga de Colonia durante las Jornadas Mundiales de la Juventud, en el verano de 2005, y en su declaración en el campo de exterminio de Birkenau a fines de mayo de 2006, admitió, por supuesto, los horrores del Holocausto. Hizo suyas las palabras de Juan Pablo II pronunciadas en enero de 2005, en ocasión del 60º aniversario de la liberación del campo de concentración de Auschwitz, del que también forma parte Birkenau. “Me inclino ante todos los que experimentaron aquella manifestación del mysterium iniquitatis”. Aquellos terribles acontecimientos, prosiguió el papa, deben “despertar incesantemente las conciencias, extinguir los conflictos y exhortar a la paz”.31 No hay duda de que el papa Benedicto considera el Holocausto como uno de los momentos más oscuros de la historia europea. En una audiencia general realizada el 30 de noviembre de 2005, calificó al Holocausto como “un infame proyecto de muerte”.4 Más recientemente, en ocasión del 70° aniversario de la Noche de los Cristales, volvió a manifestar horror ante los sufrimientos padecidos por los judíos bajo Hitler, y se comprometió una vez más a luchar contra cualquier manifestación de antisemitismo.5 Pero cuando llega el momento de analizar las causas que están en la raíz del Holocausto, el papa Benedicto tiende a diferenciarse de Juan Pablo II. Esto puede deberse en parte al hecho de que ambos tuvieron experiencias personales distintas en el período nazi. Cuando era el cardenal Ratzinger, Benedicto XVI dio ciertos indicios de que entendía la relación existente entre el antisemitismo cristiano tradicional y el hecho de que los nazis hubieran podido llevar a cabo su programa de exterminio de los judíos. En un artículo que apareció en la primera plana de L’Osservatore Romano el 19 de diciembre de 2000, Ratzinger decía: “No puede negarse que cierta insuficiente resistencia contra esa atrocidad por parte de los cristianos puede explicarse por el antijudaísmo heredado que habitaba en los corazones de no pocos cristianos”.6 Pero es un texto más bien aislado. En general, el papa Benedicto ha tendido a presentar al Holocausto ante todo, e incluso exclusivamente, como un fenómeno neopagano que no tiene raíces en el cristianismo, sino que constituye un desafío fundamental para todas las religiones, incluyendo al cristianismo. Ningún estudioso serio del Holocausto niega sus raíces neopaganas ni su oposición fundamental a todas las perspectivas religiosas. Pero muchos estudiosos igualmente serios, y me incluyo entre ellos, insisten en destacar el vínculo existente entre el Holocausto y el antisemitismo clásico. El Holocausto se perpetró en una cultura que se suponía fuertemente marcada durante siglos por los valores cristianos. Gran parte de la legislación antijudía nazi copió leyes contra los judíos que existían desde los tiempos medievales en sociedades dominadas por los cristianos. Siempre me opuse a establecer una línea recta entre el antisemitismo cristiano clásico y el Holocausto. Sin duda, hubo una influencia de la filosofía moderna y la biología racial moderna. Pero no podemos ocultar el hecho de que el cristianismo tradicional proveyó una indispensable tierra fértil para el apoyo general, o al menos la anuencia, de muchos cristianos bautizados al ataque de los nazis contra los judíos y otros grupos marginalizados. El antisemitismo cristiano definitivamente tuvo un papel fundamental en el apoyo al nazismo en su exterminio de los judíos, y quizá también al tratamiento nazi hacia otros grupos, como los minusválidos, los gitanos y los homosexuales. En sus discursos de Colonia y Birkenau, el papa Benedicto pareció suscribir la interpretación del Holocausto que lo presenta sólo como un ataque a la religión en todas sus formas, antes que un fenómeno que se apoya con fuerza sobre una base antisemita previa existente en el núcleo mismo del cristianismo. Sus palabras pueden dar, intencionalmente o no, la impresión de que el Holocausto fue simplemente el resultado de las fuerzas secularizadoras modernas presentes en Europa en la época de los nazis, y no diferentes de las fuerzas secularizadoras que actúan hoy en Europa en particular, a las que Ratzinger, antes como cardenal y ahora como papa, ha atacado enérgicamente. El hecho de que ni en el discurso de Colonia ni en el discurso de Birkenau se encuentre ninguna referencia al documento oficial vaticano de 1998 sobre el Holocausto Nosotros recordamos: una reflexión sobre la Shoah, ni a las declaraciones anteriores de episcopados nacionales que hemos citado en esta nota, tiende a confirmar esta interpretación del punto de vista del papa Benedicto. En un artículo publicado en la revista U.S. Catholic, Meinrad Scherer-Edmunds describió la visita papal a la sinagoga de Colonia como un “hito”, pero también como una “oportunidad desperdiciada”, por el hecho de que el papa no se refirió abiertamente a la culpabilidad cristiana durante la época nazi.7 En mi opinión, no cabe ninguna duda de que el mayor desafío que se les plantea a los cristianos en el diálogo con el judaísmo consiste en enfrentarse con su propia historia de antisemitismo. En diversas oportunidades, el polaco Juan Pablo II definió al antisemitismo como un pecado.8 La Iglesia deberá comprometerse a realizar una evaluación completa y honesta de su actuación en ese sentido. Nosotros tenemos como modelo para esa clase de autoexamen eclesial, uno que elogió el fallecido cardenal Joseph Bernardin de Chicago en un importante discurso pronunciado en la Universidad Hebrea de Jerusalén, el 23 de marzo de 1995.9 Bernardin destacó el esfuerzo realizado por la archidiócesis de Lyon, Francia: el cardenal de esa ciudad apoyó enérgicamente la idea de que respetados académicos realizaran una profunda investigación sobre la actuación de la archidiocesana durante la época nazi. Bernardin insistió en que esas investigaciones eran cruciales para que la Iglesia pudiera iniciar con credibilidad un diálogo con los judíos, y también para poder pronunciarse sobre los problemas fundamentales de nuestra época en la sociedad global. Las palabras de Bernardin siguen siendo proféticas. Seguramente, emprender este profundo autoanálisis no será fácil para el catolicismo institucional. Pero a mi juicio, no tiene otra opción. Lo que se hizo en Lyon debería convertirse en regla, incluso en el nivel del Vaticano, si la Iglesia quiere tener una verdadera voz moral en la sociedad. El segundo gran desafío que debe enfrentar el cristianismo en su diálogo con el judaísmo tiene que ver con la tradicional reivindicación de la Iglesia de la finalidad y la universalidad en lo que respecta al acontecimiento de Cristo. Siempre sostuve que el diálogo cristiano-judío es, en muchos sentidos, el más difícil de los diálogos interreligiosos contemporáneos, porque toca directamente el punto neurálgico de la fe cristiana: la cristología. Durante siglos, el cristianismo afirmó que con la llegada de Cristo, el judaísmo había perdido todo significado real como fe religiosa. El pueblo judío había sido sustituido por la Iglesia en la relación de alianza con Dios. El biblista Martin Noth expresó en forma sucinta este punto de vista que predominó en el cristianismo: “El propio Jesús…dejó de formar parte de la historia de Israel. Más bien, en él, la historia de Israel había llegado a su verdadero fin. Lo que pertenecía a la historia de Israel era el proceso de rechazo y condena por parte de la comunidad religiosa de Jerusalén. …De allí en más, la historia de Israel se encaminó rápidamente a su final”.10 El capítulo 4 del documento del Vaticano II Nostra Aetate, y algunos documentos paralelos de otras Iglesias cristianas, revirtieron por completo esta interpretación clásica referente al pueblo judío. Al reafirmar la inclusión de la alianza judía, en contra de tantos siglos de creencia por parte de los cristianos en la exclusión de la alianza judía, esos documentos constituyeron un desafío al núcleo de la creencia cristiana. Si los judíos permanecían en una relación de alianza desde una perspectiva teológica cristiana, ¿qué implicancias tenía eso para los conceptos clásicos de finalidad y universalidad por medio de la venida de Cristo? El cardenal Walter Kasper, presidente de la Comisión Pontifica para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo, declaró que los judíos seguían estando en la alianza con Dios, y por lo tanto, no debían ser objeto de proselitismo, pero que de todos modos había que seguir manteniendo el significado universal del acontecimiento de Cristo.11 El cardenal Kasper no siguió desarrollando esta afirmación fundamental en profundidad, aunque ha ofrecido su apoyo personal a un grupo de teólogos cristianos que trabajan actualmente en este tema, en el marco de la Consulta sobre Cristo y el Pueblo Judío.12 Kasper participó personalmente en la sesión inaugural de esta Consulta, realizada en Roma. Este desafío teológico fundamental que resulta de la afirmación teológica cristiana de la continuidad de la alianza judía deberá abordarse con gran cuidado. Las creencias básicas no se pueden tratar de una manera superficial. Pero las reflexiones emprendidas por la Consulta sobre Cristo y el Pueblo Judío, tendrán que convertirse en una discusión central en círculos teológicos cristianos. Algunas discusiones similares han empezado a producirse también en la actualidad en el contexto de la Sociedad Teológica Católica de Estados Unidos y Canadá. En una palabra: esta clase de reflexiones deben volverse un tema central en las Iglesias, y no relegarse sólo para las discusiones específicamente dialógicas. Si la teología cristiana sigue trabajando dentro del marco de un modelo de alianza única, como Kasper insiste que debe hacerse, ¿es posible afirmar la existencia de caminos distintivos, aunque no totalmente distintos, dentro de ese marco? Y de ser así, ¿están los caminos distintivos de los judíos y los cristianos hacia la salvación final en un pie de igualdad, o el camino judío, aun siendo distintivo, debe caer en última instancia bajo el dominio del camino cristiano, y requiere un reconocimiento de Cristo en cierto punto? ¿O puede haber quizás una manera de afirmar teológicamente la integración última de esos caminos distintivos sin emplear expresamente un lenguaje cristológico? ¿Cristo trae en el final de los tiempos la salvación para todos, incluyendo a los judíos, pero no es necesario que los judíos reconozcan expresamente esa realidad desde una perspectiva cristiana?13 Estas son preguntas preliminares pero centrales para cualquier intento de integrar la reafirmación por parte del cristianismo de la inclusión de la alianza judía en su idea cristológica fundamental. Una declaración teológica importante proveniente del diálogo católico-judío en los Estados Unidos es el documento Reflexiones sobre alianza y misión,14 junto con una declaración paralela del ecuménico Grupo de Académicos Cristianos para las Relaciones Cristiano-Judías, titulada Una obligación sagrada.15 El primer documento surgió de un diálogo entre la Comisión para Asuntos Ecuménicos e Interreligiosos del Episcopado Norteamericano y el Consejo Nacional de Sinagogas. También hubo una declaración similar desde el punto de vista judío que se ha dejado de lado como si fuera de inferior calidad. Aunque Reflexiones sobre alianza y misión sólo fue un documento de estudio (el comunicado oficial de prensa de la Conferencia Episcopal Norteamericana lo presentó erróneamente como un documento más autoritativo), fue redactado en parte como respuesta al llamado del cardenal Kasper a las conferencias episcopales nacionales para que prosiguieran la relación teológica cristiano-judía sin esperar una declaración inminente sobre la materia por parte de Roma. Tanto Reflexiones sobre alianza y misión como Una obligación sagrada (que quiso ser en cierto modo una respuesta al novedoso documento judío sobre el cristianismo Dabru Emet) afirman la validez permanente de la alianza judía, y sostienen que las cuestiones relacionadas con la cristología y la evangelización de los judíos necesitan ser repensadas en profundidad a la luz de los resultados de los trabajos realizados por los investigadores durante cuarenta años de diálogo. Hubo algunas reacciones muy negativas contra Reflexiones sobre alianza y misión, en particular por parte del cardenal Avery Dulles y la Congregación para la Doctrina de la Fe.16 Pero el documento recibió considerables elogios del cardenal Edward Idris Cassidy en el libro que escribió para referirse a su tarea como presidente del Consejo Pontificio para la Unidad Cristiana y la Comisión de la Santa Sede para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo. Aunque no coincidía en todos los aspectos con Reflexiones sobre alianza y misión, el cardenal Cassidy calificó esta declaración como “una respuesta alentadora que marca un significativo paso adelante en el diálogo, especialmente en los Estados Unidos.”17 Los puntos de vista absolutamente diferentes de los cardenales Dulles y Cassidy con respecto a Reflexiones sobre alianza y misión, constituyen un claro ejemplo de que el replanteo fundamental de las relaciones judeo-cristianas iniciado hace más de cuarenta años tiene un profundo impacto en el dogma cristiano. Esta controversia seguramente no se terminará en el corto plazo. Permanece como un desafío teológico central que la Iglesia no puede ignorar si quiere encarar con seriedad la construcción de una nueva relación con el pueblo judío. Un tercer desafío que surgió del diálogo del cristianismo con el judaísmo es la reintegración de Jesús y de la Iglesia primitiva dentro del amplio espectro del pueblo judío en los dos primeros siglos de nuestra era. La discusión sobre la “bifurcación de los caminos”, como se la suele llamar, que se desarrolla entre académicos individuales y también en grupos más estructurados dentro de la Sociedad de Literatura Bíblica y en los equipos que trabajan en las universidades Princeton-Oxford, ha tendido a trasladar la fecha de una separación significativa entre la Iglesia y el pueblo judío mucho más allá del final del primer siglo, y aun más tarde a medida que nos dirigimos al Oriente cristiano. E incluso cuando tuvo lugar la separación, estos trabajos de investigación han ofrecido evidencias de que siguió existiendo cierta interconexión constructiva. Para destacar este punto, se ha publicado una importante colección de ensayos titulada “Los caminos que nunca se bifurcaron”.18 Una de las mejores síntesis de las conclusiones iniciales de la investigación realizada por quienes estudian la “bifurcación de los caminos” es la de Robin Scroggs.19 Su análisis fue citado en forma favorable por el fallecido cardenal Joseph Bernardin en sus propios escritos.20 Scroggs hace las siguientes afirmaciones en su resumen de los nuevos conocimientos sobre la relación de Jesús con el judaísmo. (a) El movimiento iniciado por Jesús y continuado después de su muerte en Palestina podría describirse mejor como un movimiento de reforma dentro del judaísmo. No existe una clara evidencia de que en esa época los cristianos tuvieran una identidad separada de los judíos. (b) El movimiento misionero paulino, tal como lo entendía Pablo, fue una misión judía dirigida a los gentiles, según el objetivo del llamado de Dios a su pueblo. (c) Antes del final de la guerra judía contra los romanos, que terminó en el año 70 de nuestra era, no existía ninguna realidad que pudiera llamarse cristianismo. Los seguidores de Jesús no se veían a sí mismos como una religión que se oponía al judaísmo. La identidad cristiana distintiva sólo empezó a surgir después de la guerra judeo-romana. Y (d) las últimas secciones del Nuevo Testamento muestran señales de un movimiento hacia la separación, pero también conservan en general algún contacto con su matriz judía. El primer punto de Scroggs, en particular, abre la puerta a la necesidad de una profunda reevaluación de los orígenes de la Iglesia. El biblista John Meier, en el tercer tomo de su extenso estudio sobre la comprensión de la figura de Jesús en el Nuevo Testamento, sostiene que a partir de un cuidadoso análisis de la evidencia del Nuevo Testamento, Jesús debe ser visto como alguien que se presentaba ante la comunidad judía de su tiempo como un profeta escatológico y un hacedor de milagros, a la manera de Elías. Él no tenía interés en crear una secta separatista o un resto santo similar a la secta de Qumran. Pero sí imaginó el desarrollo de una comunidad religiosa especial dentro de Israel. La idea de que esa comunidad “dentro de Israel iniciaría un proceso de separación de Israel a medida que cumpliera una misión hacia los gentiles en este mundo presente —y que, como resultado a largo plazo, su comunidad se volvería predominantemente gentil—no tiene lugar ni en el mensaje ni en la práctica de Jesús”.21 Y David Frankfurter ha insistido en que en las diversas agrupaciones que incluían a judíos y judíos cristianos, existió una “influencia mutua que persistió a lo largo de toda la Antigüedad tardía. Hay evidencias de un grado de superposición que, tomando en cuenta todas las circunstancias, invalida cualquier construcción de un ‘cristianismo’ históricamente distinto antes de, por lo menos, la mitad del segundo siglo”.22 Todos los biblistas que, en una cantidad cada vez mayor, se han involucrado en esta discusión de la “bifurcación de los caminos” subrayan la gran dificultad que existe para ubicar a Jesús dentro del cambiante contexto judío del primer siglo. Algunos dicen que en ese período existían “judaísmos” y “cristianismos”, en muchos de los cuales había cierta mezcla de una continuidad de las prácticas judías con nuevas percepciones basadas en el ministerio y la predicación de Jesús. Para algunos estudiosos, como Paula Fredriksen, ni siquiera habría que hablar de “bifurcación de caminos”, porque eso daría a entender que existían dos bloques sólidos de creyentes.23 En realidad, los diversos grupos permanecieron bastante mezclados durante al menos un par de siglos. Por eso, como insistió con razón Daniel Boyarin, no podemos decir que el judaísmo sea la “madre” ni el “hermano mayor” del cristianismo.24 Más bien lo que llegó a denominarse judaísmo y cristianismo en la era común fue el resultado de una complicada “co-emergencia” a lo largo de un extendido período de tiempo, durante el cual se asociaron predominantemente varias concepciones de Jesús con uno o dos puntos centrales. Muchos factores contribuyeron a la diferenciación definitiva, incluyendo las represalias de Roma contra “los judíos” por la insurrección de la segunda mitad del primer siglo contra su ocupación de Palestina, y el desarrollo de una vigorosa enseñanza “contra los judíos” durante la época patrística. La “conversión” del emperador Constantino también fue decisiva para la división final en dos comunidades religiosas distintivas. Es evidente que esta nueva escuela de investigación plantea desafíos considerables para dos aspectos centrales de la teología cristiana: la cristología y la eclesiología. Cómo integramos a un Jesús profundamente judío con la concepción cristológica, y cómo articulamos los orígenes de la Iglesia. Sin duda, ya no podemos seguir sosteniendo la afirmación de que “Cristo fundó la Iglesia” durante su vida, si tomamos en serio, como creo que debemos hacerlo, que la Iglesia evolucionó a partir del judaísmo en una forma bastante gradual a lo largo de un par de siglos, y que no había un cuerpo religioso diferenciado llamado “Iglesia” en vida de Jesús, ni durante varias décadas posteriores. Algunos, en la Iglesia, dirán que la investigación histórica no afectó demasiado las creencias básicas. Aunque yo sostengo que, sin duda, la fe es mucho más que un asunto de hechos históricos, también estoy convencido de que es imposible que no se vea afectada por los cambios profundos en la investigación histórica de la magnitud que surge de los estudios del movimiento que estudia la “bifurcación de los caminos”. El último desafío para la teología cristiana surgido del nuevo encuentro con los judíos y el judaísmo es el tema de la misión. No cabe ninguna duda de que este es un asunto extremadamente sensible para las dos partes que intervienen en el diálogo. Del lado cristiano, la misión ha sido central para la identidad de la Iglesia desde sus comienzos. Del lado judío, la misión es vista como un verdadero ataque a la continuación del pueblo judío, de hecho, un intento mucho más sutil, pero no menos real, de genocidio. Dentro del cristianismo, a la luz del nuevo encuentro con los judíos y el judaísmo, la cuestión de la misión se ha planteado ya hace varias décadas. El académico laico italiano Tomasso Federici llamó a terminar con el proselitismo hacia los judíos a fines de la década de 1970 en un discurso pronunciado en el Encuentro Internacional Vaticano-Judío realizado en Venecia. Y la declaración ecuménica cristiana Una obligación sagrada publicada en 2002 repitió el llamamiento de Federici. El cardenal Walter Kasper también sumó su voz a esta posición, diciendo que como se considera que los judíos permanecen en una relación de alianza con Dios y poseen la auténtica revelación desde el punto de vista teológico cristiano, no hay necesidad de hacer proselitismo con ellos: “si (los judíos) siguen su propia conciencia y creen en las promesas de Dios en la forma en que ellos las entienden en su tradición religiosa, están dentro del plan de Dios…”25 Admitiendo que puedan producirse eventualmente conversiones personales en ambas direcciones en el contexto cristiano-judío, apoyo este enfoque sobre la misión y los judíos, aunque reconozco que el pleno desarrollo de esta idea necesita ser profundizado en el futuro. En última instancia, el diálogo es mucho más un encuentro de personas religiosas, que solo de ideas religiosas, aunque por supuesto, las ideas son importantes. Y estos encuentros me han convencido de que no puedo afirmar que mi experiencia religiosa en y a través de mi fe en Cristo sea superior a la de mis interlocutores judíos en el diálogo. Quizá no tengamos hasta el momento un argumento demasiado convincente a nivel racional para esta postura, pero la experiencia de la profunda espiritualidad de mi interlocutor judío me obliga a renunciar a cualquier intento de convertirlo. Hay que decir que esta postura es muy resistida por algunos dentro de la Iglesia. Los cardenales Avery Dulles y Christoph Schönborn sostienen la absoluta necesidad de una misión hacia los judíos, aunque Schönborn aboga por una catequesis especial para la conversión judía, dada la relación singular del judaísmo con el cristianismo.26 La posición de estos dos cardenales está refutada por la reciente interpretación del cardenal Walter Kasper sobre la nueva oración del Viernes Santo para la liturgia tridentina compuesta por el papa Benedicto XVI: esta interpretación que, según Kasper, es apoyada por el propio papa Benedicto, es de naturaleza absolutamente escatológica, y no se refiere a una evangelización concreta de los judíos en este tiempo. Si realmente el papa apoya el punto de vista de Kasper, hay que decir que Dulles y Schönborn están en contradicción con la posición papal en el tema de la misión hacia los judíos. Pero no se puede negar que esta posición referente a la misión y los judíos afecta el núcleo mismo de la fe cristiana clásica. Por eso, aunque Kasper asegure contar con la aprobación papal a su opinión sobre este asunto, es probable que por el momento, el tema siga siendo una cuestión disputada. Aunque hasta ahora, sólo los judíos fueron removidos de la lista de evangelización por algunos dirigentes religiosos como Kasper, esa remoción abre la puerta para que la Iglesia inicie una discusión más amplia sobre la evangelización en general. Sin duda alguna, todas las personas de fe, incluidos los cristianos, deben explicar a sus interlocutores en el diálogo cómo sus ideas básicas de fe impactan en su identidad religiosa, y cómo se relacionan con otras. Pero debemos preguntarnos seriamente si un esfuerzo organizado de evangelización no es, en la práctica, una declaración de que quien profesa otra religión es inferior como persona. La parte principal de este ensayo se ha centrado en los desafíos que enfrentan los cristianos a la luz del nuevo diálogo con los judíos y el judaísmo. Pero también hay desafíos para los judíos. Entre otros, analizar en qué forma afecta la nueva definición del judaísmo de Jesús por parte de los eruditos contemporáneos, las percepciones judías de Jesús, y cómo podrían responder los judíos a la nueva afirmación teológica cristiana del vínculo con los judíos. Crear vínculos exige, de hecho, cierta comprensión recíproca de su realidad. Además, los judíos tendrían que analizar con mayor profundidad cómo afecta la mejor comprensión del contexto judío del Nuevo Testamento su percepción de su significado para la autocomprensión judía contemporánea. Muchos judíos han tratado de mantener una fuerte barrera entre las perspectivas religiosas cristiana y judía, diciendo que llevar al cristianismo a una estrecha proximidad con el judaísmo podía socavar el compromiso judío y abrir la puerta a la actividad misionera cristiana. De modo que la nueva percepción cristiana sobre su fuerte vinculación positiva con el judaísmo ciertamente presenta un desafío significativo también para el pensamiento religioso judío. Y aunque no se puede hacer ningún paralelo en cuanto al impacto real en la sociedad con el antisemitismo cristiano clásico, las imágenes negativas de Jesús en la literatura religiosa judía deberían ser replaneadas entre los dirigentes y los académicos judíos. El libro de Peter Schafer Jesús en el Talmud ofrece la más detallada exposición de ese material.27 Indudablemente, los ataques cristianos contra los judíos a lo largo de los siglos por parte de autoridades y predicadores de la Iglesia, inspiraron una gran cantidad de ese material. Sin embargo, para poder empezar hoy desde cero un auténtico diálogo, la comunidad judía debería asumir también su responsabilidad por esa imagen negativa. Como lo expresó el perceptivo colaborador académico judío del diálogo contemporáneo entre judíos y cristianos, David Novak, en su reseña de Jesús en el Talmud, …el muy original trabajo de Schafer podría tener el efecto de eliminar el sentimiento de culpa con el que algunos judíos cargan a los cristianos, según el cual el desprecio teológico y la intolerancia religiosa es un problema únicamente cristiano… La lectura de Jesús en el Talmud puede constituir un gran desafío intelectual para los lectores occidentales que viven a través del Talmud o del Nuevo Testamento, y desean vivir en paz y quizá también en una relación de confianza con sus vecinos histórica y filosóficamente más cercanos. Las fuentes que cita Schafer son virulentas y peligrosas, pero el análisis que de ellas realiza nos deja inesperadamente llenos de esperanza.28 Para concluir esta presentación, me gustaría abordar brevemente aspectos más positivos de esta cuestión. Más allá de los desafíos que siguen enfrentando los judíos y los cristianos al intentar llevar su diálogo a un nuevo nivel, también es evidente que pueden surgir dimensiones positivas. Para los cristianos, una comprensión más amplia y profunda del contexto judío de las enseñanzas de Jesús y del cristianismo primitivo puede abrir nuevas perspectivas en la comprensión de la relación de Dios con la humanidad y de la naturaleza del ministerio cristiano, la naturaleza de la Iglesia y su práctica litúrgica. Para los judíos, se abre la posibilidad de una mejor apreciación de la sacramentalidad, como dice el rabino Irving Greenberg, y una comprensión más profunda del judaísmo del primer siglo, como sostiene Alan Segal. Enfrentar los desafíos que aún subsisten seguirá exigiendo determinación y buena voluntad de ambos lados. Pero el reconocimiento de que cada comunidad puede acrecentar su riqueza espiritual a través de una respuesta a estos desafíos debe proveer la necesaria motivación para seguir adelante con el proceso. NOTAS 1. Gregory Baum, “The Social Context of American Catholic Theology”, Proceedings of the Catholic Theological Society of America, 41 (1986): 87. 2. Para los textos de estas declaraciones, así como los de otras de los obispos suizos, norteamericanos, italianos, húngaros, polacos y holandeses, véase Secretaría para los Asuntos Ecuménicos e Interreligiosos, Conferencia de Obispos Católicos Norteamericanos, Catholics Remember the Holocaust (Washington, DC: United States Catholic Conference, 1988). 3. Papa Benedicto XVI, “Visit to Cologne Synagogue”, Origins 35:12 (1° de septiembre de 2005): 206. 4. El mensaje del papa Benedicto XVI del 26 de octubre de 2005, Message to Cardinal Kasper puede encontrarse en la página del Center for Christian-Jewish Learning at Boston College, http://www.bc.edu/research/cjl 5. Véase Zenit Press Service (en inglés) del 9 de noviembre de 2008. 6. Como figura en Idris Cardinal Cassidy, Rediscovering Vatican II: Ecumenism and Interreligious Dialogue-Unitatis Redintegratio, Nostra Aetate (New York/Mahwah, NJ: Paulist Press, 2005, 249. 7. Meinrad Scherer-Edmunds, “Never Again! The Pope’s Visit to the Cologne Synagogue was both a milestone and a missed opportunity”, U.S. Catholic, 70:11 (noviembre de 2005): 50./li> 8. Papa Juan Pablo II, “The Sinfulness of Antisemitism”, Origins, 23:13 (5 de septiembre de 1991): 204; Crossing the Threshold, ed. Vittorio Messori (New York: Alfred A. Knopf, 1994,) 96. 9. Cardenal Joseph Bernardin, “Anti-Semitism: The Historical Legacy and the Continuing Challenge for Christians”, A Blessing to Each Other. Cardinal Joseph Bernardin and Jewish-Catholic Dialogue (Chicago: Liturgy Training Publications, 1996), 159. 10. Martin Noth, The Laws in the Pentateuch and Other Studie. (Edinburgh: Oliver & Boyd, 1966), 75. 11. El discurso del cardenal Walter Kasper en el Boston College se puede encontrar en la página del Center for Christian-Jewish Learning at Boston College (www.cjlring c@bc.edu). Véase también cardenal Walter Kasper, “The Good Olive Tree”, America 185:7 (17 de septiembre de 2001) y “Christians, Jews and the Thorny Question of Mission”, Origins 32:28 (19 de diciembre de 2002). 12. La Consulta “Cristo y el Pueblo Judío” es un grupo internacional de académicos cristianos, patrocinado por la Pontificia Universidad Gregoriana, el Boston College, la Catholic Theological Union y la Katholieke Universiteit Leuven, con el auspicio del cardenal Walter Kasper, que estudia las doctrinas cristianas básicas a la luz del actual diálogo con el pueblo judío. 13. Para conocer más sobre esta discusión, véase John Pawlikowski, “Christology and the Jewish-Christian Dialogue: A Personal Theological Journey”, Irish Theological Quarterly, 72:2 (2007): 147-167. 14. “Reflections on Covenant and Mission, by Participants in a Dialogue Between the United States Conference of Catholic Bishops’ Committee on Ecumenical and Interreligious Affairs and the National Council of Synagogues”, Origins 32:13 (5 de septiembre de 2002): 218-224. 15. Para la declaración con comentarios, véase Mary C. Boys, ed., Seeing Judaism Anew: Christianity’s Sacred Obligation(Lanham, MD: Rowman & Littlefield, 2005). 16. Cardenal Avery Dulles, “Evangelization and the Jews”, con una respuesta de Mary C. Boys, Philip A. Cunningham y John T. Pawlikowski, America 187:12 (21 de octubre de 2002): 8-16. 17. Cardenal Edward Idris Cassidy, Ecumenism and lnterreligious Dialogue: Unitatis Reintegratio, Nostra Aetate (New York: Paulist, 2005), 252. 18. Adam H. Becker y Annette Yoshiro Reed, eds. The Ways That Never Parted: Jews and Christians in Late Antiquity and the Early Middle Ages. Texts and Studies in Judaism #95 (Tubingen, Germany: Mohr Siebeck, 2003). 19. Robin Scroggs, “The Judaizing of the New Testament”, Chicago Theological Seminary Register (Invierno 1986): 1. 20. Véase cardenal Joseph Bernardin, A Blessing to Each Other, 78-79. 21. John P. Meier, Companions and Competitors (New York: Doubleday, 2001), 251. 22. David Frankfurter, “Beyond ‘Jewish-Christianity’: Continuing Religious sub-cultures of the second and third centuries and their documents”, en Adam H. Becker y Annette Yoshiro Reed, eds., The Ways That Never Parted, 132. 23. Paula Fredriksen, “What ‘Parting of the Ways’? Jews, Gentiles, and the ancient Mediterranean City”, ibíd., 35-64. 24. Daniel Boyarin, “Semantic Differences on ‘Judaism/Christianity’”, ibíd., 65-86. 25. Véase nota 11. 26. Para el artículo de Dulles, véase nota 16; Christoph Schönborn, “Judaism’s Way to Salvation”, The Tablet, 29 de marzo de 2008. 27. Peter Schafer, Jesus in the Talmud. (Princeton, NJ: Princeton University Press, 2007). 28. The New Republic, 6 de agosto de 2007. (Traducción del inglés: Silvia Kot) 2009-02-01 |
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